Tiene mi madre un imán en la nevera que dice: "Nunca tendrás una segunda oportunidad para causar una primera impresión". A México DF no le haría falta: me ha encantado a primera vista y espero que esta sensación no se evaporen en la temporada que voy a pasar aquí.
Lo primero que asombra, aún antes de aterrizar, es su inmensidad: cuando el avión empieza a descender solo se ve ciudad por todas partes. México DF tiene el tamaño aproximado de la isla de Gran Canaria, unos 1.500 kilómetros cuadrados, pero toda la zona metropolitana tiene más de 7.000. O sea, que la aglomeración urbana, el terreno cubierto por edificios, sin interrupción, es más extensa que todas las Islas Canarias juntas.
Luego no es para tanto. Uno no se pasa el día cruzando la ciudad donde vive, el espacio que de verdad habitamos es reducido y México DF parece tener además un buen sistema de transportes. Taxis por todas partes, aunque como todo el mundo te recuerda no conviene pillar los que pasan por la calle (hay riesgo de secuestro, bajo pero lo hay). Y un metro muy seguro que aparentemente funciona bien y cuyo único defecto es que cierra pronto, a las doce de la noche. Lo uso desde el primer día y he podido comprobar la veracidad de una historia que suena a leyenda: en hora punta algunos vagones están reservados a las mujeres para evitar que las toqueteen.
Otra cosa que me gusta de esta ciudad es que se puede caminar, aunque nadie lo hace. Todo el mundo prefiere el carro y si le preguntas a un tipo si se puede ir andando a un sitio, indefectiblemente te dirá que no, que está muy lejos. Pero se puede hacer la prueba. Si la distancia no es enorme y el recorrido (el rumbo, como dicen aquí) no atraviesa zonas conflictivas uno puede animarse a caminar, siempre con el teléfono de los taxis a mano por si hay que rendirse a mitad de trayecto. Y luego te sorprendes muchas veces de lo (relativamente) cerca que están algunos sitios. Los paseos se hacen además muy agradables por tres cosas: el terreno es llano, el clima excelente y bastante fresco (a mí me recuerda al de La Laguna, en Tenerife), y el paisaje urbano (y sobre todo el paisanaje) fascinante. A ratos espantoso, pero fascinante.
La altura (2.300 metros) tampoco es problema. Marea un poco los primeros días, pero luego uno se acostumbra, e incluso se hace más fuerte, como aquellos ciclistas colombianos que entrenaban en los Andes y luego venían a Europa a ganar todas las carreras.
Decía Buñuel en su estupendo libro de memorias Mi último suspiro que le gustaba la regularidad y los lugares que ya conocía. "Cuando voy a Toledo o a Segovia, sigo siempre el mismo itinerario. Me detengo en los mismos sitios, miro, como las mismas cosas. Cuando me ofrecen un viaje a un país lejano, a Nueva Delhi, por ejemplo, rehúso diciendo: ¿Y qué hago yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?". Coincido en parte con mi paisano, me encanta seguir rituales urbanos: en Madrid hacía todos los sábados idéntico recorrido, que concluía en la piscina de La Latina hasta que la cerraron. Cuando llego a Santa Cruz, mi suidad, no me siento aterrizado hasta que la paseo de arriba a abajo, por las mismas calles, y termino leyendo el periódio y tomando una cerveza y unas aceitunas en el mismo sitio. No concibo pasar un día en Busto de Bureba sin bajar a tomar el vermut y sin dar el paseo de la tarde.
Pero a diferencia de Don Luis, sí que me gusta conocer lugares lejanos, exportar allí mis manías y colonizarlos con nuevos rituales. La primera tarde que estuve en México DF tomé un taxi (hoy sé que podría haber ido andando) hasta el Zócalo, la plaza central, una de las más grandes de mundo, y di por allí un buen paseo. Era 5 de enero y el ambiente era formidable: los niños lanzaban al aire globos que llevaban atadas sus cartas a los Reyes (una costumbre preciosa) y participaban en un montón de actividades organizadas por las autoridades imitando las Navidades de otras latitudes.
Unos patinaban en una gigantesca pista de hielo; otros, en un recinto acristalado, se enfrentaban en una batalla de bolas de nieve artifcial divididos entre dos equipos de cascos rojos y azules. Familias enteras hacían cola para sacarse una foto gratis ataviados con una gorro de Papa Noel o unos cuernos de reno (y tengo que confensar que yo mismo, que había salido sin cámara y quería tener un recuerdo de ese día, también me saqué una que por pudor no exhibo).
Entré en la catedral, recorrí toda la plaza, enfilé la calle Madero, desde hace poco peatonal, y llena de comercios y de artistas callejeros, y acabé en un bar de una calle lateral donde unos tipos destrozaban el buen concepto que tengo del karaoke. Aún no me he fabricado aquí ningún ritual definitivo pero ya se va perfilando. Si vienen por el DF y no tienen mi teléfono acérquense al Zócalo. Si ese día no trabajo es probable que me encuentren husmeando por allí, de un lado para otro o en una cantina de los alrededores leyendo el diario, charlando con camareros y clientes (otra cosa que me encanta) y tomando una chelita (cerveza mexicana helada). A su salud.
Foto: Lincogecko (Flickr) | Realsnow
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1 comentario:
Qué lindo es leerte sobre mi México que tanto extraño¡¡¡
Camina, saborea, huele y siente a cada momento esta experiencia.
Besos desde tu tierra, la mía adoptiva...
Vicky Monita
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