miércoles, 19 de septiembre de 2012

Un metro sin calvos


Me preguntan a menudo qué es lo que más me llama la atención de México. Me encantaría entonces ser un tipo moderno y guay y contestar algo sobre culturas alternativas, modas urbanas o eso que llaman tendencias, aunque mi tendencia natural sea, justamente, huir de ellas. Pero para cuatro lectores que tiene este blog no les voy a andar engañanado. Lo confieso, me fijo en cosas rarísimas y una de ellas es que, entre otras cosas envidiables, los mexicanos tienen en general un pelo excelente.

Verán, he leído un poco sobre el tema. Los humanos más propensos a la calvicie son los de raza caucasiana, los blancos, para entendernos. Luego van los negros y los orientales. Y los de cabello más resistente son los indígenas americanos. En México, según las estadísticas, hay diez millones de indígenas puros, ninguno de ellos calvo, aseguran algunas webs (ya será para menos, aunque es verdad que nunca he visto ninguno). Y hasta el 95% de la población es, en el algún grado, mestiza, con lo cual un altísimo porcentaje ha heredado esos genes resistentes a la alopecia. (Aquí me gustaría incluir una foto estupenda de un mexicano de 100 años, pero como tiene derechos, la enlazo).

El asunto es evidente en algunas zonas de Estados como Chiapas, donde la población apenas se ha mezclado con el europeo, y en concreto en comunidades como San Juan Chamula, que tuve la suerte de visitar la pasada primavera. Allí es casi imposible encontrar un calvo. Es más, es muy difícil encontrar a alguien con entradas. Ni el padre, ni el abuelo ni, si me apuras, el bisabuelo. Y en general tienen pocas canas y ya a muy avanzada edad. Las mujeres ya ni les cuento. Tienen la cabeza totalmente tapizada de un pelo bellísimo: totalmente negro y muy brillante.


En el DF, donde ha habido mucha más mezcla con el europeo, la cosa cambia, pero va por barrios. Desgraciadamente, en México, como en la mayoría de países sigue habiendo cierta correlación entre razas y clases sociales. El país tuvo al primer presidente indígena del mundo (que no es Evo Morales, sino Benito Juárez siglo y medio antes) y otro mestizo al frente de la nación durante 35 años (Porfirio Díaz). Pero predominan con mucho los tipos más claros entre las clases altas, mientras que los de las razas nativas ocupan por lo general las capas sociales más bajas. Triste, pero es así.

El resultado, según me he fijado, es que en los barrios más pobres hay muchísima menos alopecia que en las zonas ricas de La Condesa o Polanco. Y en el metro, medio de transporte habitual de las clases populares, es relativamente difícil encontrar un calvo. Humildes sí, pero con un pelo estupendo. Y se los digo yo, que cuando viajo en el suburbano y no tengo sitio para sentarme y leer (lo más habitual) me entretengo admirando, con envidia, las cabelleras que tiene la gente.


(Abro paréntesis para recordar que el progresista presidente de Bolivia Evo Morales llegó a decir que en Europa hay calvos y gays porque comemos pollo con hormonas. Sin comentarios).  

A la espera de adquirir algo de la frondosidad capilar mexicana, aunque de momento aguanto bastante bien, sigo aquí una costumbre que adquirí en Madrid: ir a peluquerías de barrio, cuanto más sencillas y auténticas, mejor. Harto de salones de belleza que me cobraran el triple y me dejaban igual, encontré una barbería estupenda en Chamberí, la única superviviente del siglo XIX según me enteré luego, donde los peluqueros hablan de cosas intrascendentes y a la vez interesantes (fútbol, el tiempo) y te ventilan el cerebro saturado por horas de sesudas reflexiones en el periódico. Y si notan que no quieres hablar, respetan tu silencio, como aquel barbero que según el guionista Rafael Azcona preguntaba a sus clientes: “¿Con conversación o sin conversación?”. Y al que quería charla, le repreguntaba: “¿Dándole la razón, o con controversia?

Pues bueno, aquí he encontrado ya un par de locales que me parecen ideales para confiarles mis reservas estratégicas de cabello. Una, la peluquería Internacional, junto a la avenida Insurgentes, reúne todos los requisitos: letrero con barras azules, rojas y blancas a la puerta, sillas de skay y revistas con muchas fotos y poco texto. Al barbero le pido no solo que me corte el pelo, sino que me afeite a navaja, me rasure unos pelos que me salen por encima de las orejas (lo sé, no es nada sexy lo que cuento) y que me arregle las cejas. Lo que yo llamo, un completo. Sale uno de allí más fresco que del confesionario.

El propietario de la peluquería Internacional también tiene muy buen cabello, lo cual es un punto a su favor, aunque dudo que se lo arregle a sí mismo. Y en ese sentido gana puntos otro sitio, más bizarro, que queda a cinco minutos de casa. No tiene letrero en la puerta. Como la otra, parece que no ha sido reformada desde los tiempos de Porfirio Díaz. Y además está regentada por dos señores bastante mayores que lucen unas cabelleras que habrían despertado la codicia de Toro Sentado. No les he preguntado si se cortan el pelo el uno al otro. Pero la imagen de esas matas de pelo blanco desafiando al tiempo y a la ley de la gravedad son para el local la mejor publicidad posible.


Foto del Metro: Hector García 
Foto de los indígenas: Do Ho

sábado, 1 de septiembre de 2012

Colibrito se pone las botas


Mi buena amiga Elena León -lectora de Puesfijate en los tiempos en que se actualizaba como dios manda- dice siempre que para ella el año empieza en septiembre. Que ése es el momento para hacer balance, buenos propósitos y tomar decisiones. A lo mejor lo piensa porque ha sido estudiante hasta hace poco (¿o lo sigue siendo?) y es verdad que cuando éramos alumnos la fecha clave era el inicio del curso. Da igual, la cosa es que le he hecho caso y después de siete meses de trabajo muy duro para arrancar nuestro proyecto mexicano he tomado este 1 de septiembre como referencia para cambiar algunas cosas. Una, hacer deporte. Dos, salvo obligación profesional, escribir las cosas que me apetezcan. Tres, retomar este blog. Cuatro, tocar más el piano (me compré uno eléctrico en España y pretendo retomar las clases con mi querido Óscar, por Skype). Cinco, ser mejor persona, que el mundo está muy necesitado de bondad. Y seguro que hay más cosas, pero ahora no me acuerdo.

Así que hoy tocaba volver a escribir aquí. Pero después de dos meses y medio de inactividad tengo miedo a las agujetas y escribiré algo sencillito. Un post para contarles como va una historia de la que les hablé hace unos meses: mi relación con el colibrí (bautizado como Colibrito, aunque no sé si es macho o hembra, no tengo tanta vista) que da vueltas y vueltas alrededor de mi piso en el DF. Pues bueno, les cuento que nuestra amistad ha dado un paso más. Que ahora no nos limitamos a mirarnos. Que me visita varias con frecuencia y que he logrado que la ventana de mi cocina se convierta en uno de sus lugares favoritos. Y que, aunque les resulte un poco pueril, me hace bastante compañía.

Yo empecé el acercamiento. La Condesa, el barrio donde vivo, sede de las escuelas caninas de las que les hablé, ama a los animales. Y en sus tiendas para mascotas encontré un artefacto insólito: un bebedero para colibríes. Lo compré, bastante escéptico, junto a una botella de un néctar que supuestamente les encanta a estos pajaritos. Al principio no venía. Comprobé que el néctar estaba caducado hacía un mes -¿sería tan exquisito el condenado?- le compré otro envase... y finalmente, una mañana, lo sorprendí bebiendo del pesebre colgante ese. Desde entonces no ha hecho más que coger confianza. Viene a cualquier hora batiendo las alas como un helicóptero (hay que verlo al natural, los fotogramas de vídeo no captan la velocidad), mete el piquillo por el agujero y ¡venga a ponerse las botas! Si me muevo, sale volando, pero cada vez se asusta menos. Hasta lo veo más gordo.
Un amigo, que me debe ver un poco solo, me preguntó ayer que por qué no me compraba un gato. ¡Pero qué tendrá el colibrí que envidiar a otras mascotas! No araña. No mancha. No hace caca dentro de casa. No hace ruido. No me da alergia su pelo. No es previsible: uno más o menos sabe dónde está su gato o su perro, encima del sofá, debajo de la cama. Lo llamas y viene. Pero yo no sé nunca cuándo va a aparecer el colibrí. A veces pasan dos o tres días y no lo veo. Y me preocupo. De pronto me olvido. Estoy preparándome el café de la mañana y entre legañas lo veo llegar. Y aunque suene muy infantil, esa alegría inesperada que trae en su vuelo me deja sonriente un rato.


martes, 12 de junio de 2012

Malos tiempos que vivir



Decía Borges de uno de sus personajes, en una frase bastante citada, que "le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos que vivir". Lo pienso cada mañana cuando me levanto, unas horas más tarde que en España, con titulares como éste. Y sí, vivimos una crisis espantosa que ya nos afecta de alguna manera a todos. Mucha gente lo está pasando muy mal y me temo que la situación irá a peor al menos durante un tiempo. Pero la frase de Borges me recuerda que hombres y mujeres de todas las épocas vivieron crisis, hambrunas, enfermedades, guerras y calamidades, algunas de ellas mucho peores que las actuales. No hace falta irse a esos países de miseria donde la palabra crisis no tiene sentido como nada significa el término sequía en el desierto. Preguntémonos solo qué vivieron nuestros mayores. Y si ya no los tienen con ustedes, consulten la hemeroteca. No saquen de momento conclusiones, vamos a hacer un viaje en el tiempo.


Estas líneas se publicaron en La Vanguardia de Barcelona en diciembre de 1898. Los periódicos de aquella época apenas tenían titulares, aunque desde cierto punto de vista eran sorprendentemente modernos porque recuerdan mucho a Twitter o a Facebook: un montón de renglones sin demasiada jerarquía. Da igual, la cuestión es que ese día, los diarios certificaban que España había perdido sus últimas colonias. No solo era una derrota militar, era sobre todo una derrota moral: al gran imperio donde no se ponía el sol le bajaban los humos para siempre. Pero no voy a extenderme sobre eso porque ya hay una generación estupenda de escritores que habló mucho del tema. Voy a fijarme en las penurias de algunas personas a las que le tocó vivir aquellos malos tiempos.

Verán, no he conocido a ninguno de mis bisabuelos, pero siempre he tenido mucha curiosidad por mi familia sé más o menos donde estaban tres de ellos cuando se publicaron esas líneas. Uno probablemente volvía de Cuba. Había sido Guardia Civil allí durante muchos años y ahora, perdida la guerra, tenía que regresar a su pueblo, con casi 50 años, soltero, con todas sus posesiones en un baúl que aún conservamos en Busto de Bureba y donde cabrían a duras penas toda la ropa que tengo ahora en mi armario. Volvió a su pueblo, se casó, pasó tiempos aún más difíciles tras perder a su hijo en un accidente, pero aún tuvo tiempo de vivir momentos felices con su hija y con dos nietos que llegó a conocer. Dicen que quería tener una familia grande y seguramente se sorprendería de saber que el pequeño núcleo que dejó al morir se convirtió en una enorme saga con siete nietos, 16 bisnietos y, hasta la fecha, cinco tataranietos, más otro en camino.

Mientras, en San Sebastián de la Gomera, los padres de mi abuela materna esperaban a su cuarto o quinto hijo. Se había perdido Cuba y Puerto Rico y los rumores indicaban que los buques estadounidenses se dirigirían ahora hacia Canarias. Así que en vez de esperar a que mi bisabuela diera a luz en la casa de la villa, que aún conservamos, la trasladaron a una finca en el  interior de la isla. Allí nació mi tío-abuelo Antonio Abad, cuyo primer alimento en este mundo fue, según tradición del campo gomero una yema de huevo revuelta con cognac. Si el niño sobrevivía a semejante brebaje nada podía ya derrumbarlo. Sobrevivió. Y sí, los americanos ignoraron nuestras islas, si es que alguna vez supieron de su existencia, mis bisabuelos tuvieron siete o ocho hijos más y Antonio creció, formó su familia y dejó en este mundo múltiples descendientes, entre ellos alguno tan estupendo como mi primo segundo Andrés Padilla, que espero lea estas líneas en algún momento.


Peor lo tuvieron nuestros abuelos. Qué les voy a decir de este titular del ABC de Sevilla publicado en los primeros días de la Guerra Civil. Con noticias como ésta se despertaron los españoles durante casi tres años. A uno de mis abuelos le tocó vivirla en directo y me consta que guardaba de ellos algunos recuerdos espantosos. Mis dos abuelas y mi otro abuelo la vivieron en la retaguardia donde tampoco se pasaba mucho mejor porque todo el mundo tenía seres queridos en el frente y porque en nuestra guerra se inventó esa moda luego tan extendida de bombardear objetivos civiles.

El artista Vicente Rojo, a quien entrevisté hace poco, me dijo que, después de tres años de contienda civil y seis de conflicto mundial, cuando se rindió Alemania le preguntó a su madres que de qué hablarían los periódicos al día siguiente. Pensaba que la guerra era el estado natural del hombre. Él se fue al exilio. Muchos no volvieron del frente. Otros aún no se sabe donde están y esa incertidumbre traslada aún ese dolor a nuestros días. Pero la mayoría, algunos con muchas cicatrices, reconstruyeron sus vidas y salieron adelante, en España o en el extranjero. Y vivieron para recordarnos a los que vivimos después que algunas cosas no tenían que repetirse nunca.


A nuestros padres, en teoría, les tocaron tiempos más tranquilos para vivir. Bajo una dictadura, pero más tranquilos. Aparentemente. Porque las amenazas que acechaban a la tierra hace solo 30 años eran terroríficas. ¿Se acuerdan de la Guerra Fría? ¿De la sombra de la guerra nuclear? Durante la crisis de los misiles de Cuba, en 1962, el mundo estuvo cerca de saltar por los aires. No es que rescataran nuestra economía, ni siquiera que nuestro país se hundiera en una contienda civil. Es que había dos países apuntándose mutuamente con un arsenal capaz de destruir varias veces el planeta. Ese peligro en teoría se ha conjurado en parte. Pero una decena de países tienen hoy el arma atómica. Y el hombre ya demostró dos veces durante el siglo XX que es perfectamente capaz de usarla.

La excusa podría venir del cielo. Verán, en junio de 1908 se produjo en Rusia un acontecimiento que los científicos llamaron el Evento de Tunguska. Un meteorito -ahora lo sabemos- cayó en una zona despoblada de Siberia provocando la destrucción de una bomba termonuclear. Más de 2.000 kilómetros cuadrados de bosque (la extensión de la isla de Tenerife) quedaron arrasados. Si ese mismo objeto hubiera caído en el mismo sitio medio siglo después -50 años, nada en términos cósmicos- ahora no estaría yo dándoles la murga con este post. Probablemente la Unión Soviética habría respondido al supuesto ataque estadounidense (¿qué otra cosa podría ser?) y el mundo entero habría quedado destruido Quizá justo ahora algunos supervivientes del invierno nuclear, estarían intentando recomponer, otra vez desde las cavernas, una nueva civilización.

No me entiendan mal, no me consuelan las desgracias ajenas. Ni creo que debamos resignarnos ante un destino fatal. Simplemente me sirve para relativizar un poco las cosas saber que en la historia de la humanidad no estamos solos en  nuestras pequeñas y grandes desgracias. Que en un vida medianamente larga es normal que nos toque sufrir épocas particularmente complicadas, como esta. Y sobre todo, que hombres y mujeres antes que nosotros vivieron tiempos malos, peores que los actuales y salieron adelante. Y siguieron disfrutando de la vida, porque, dando la vuelta a la frase con la que arrancaba este post, también a todos les tocaron, al menos a ratos, buenos tiempos que vivir.

lunes, 30 de abril de 2012

Don Dionisio en la tercera fase

Hay teorías científicas que aseguran que en los agujeros negros uno entra por un sitio y por un momento temporal del universo y sale por otro, en el pasado, en el futuro, o ni se sabe. El otro día no es que me tragara un agujero negro, pero sentí algunos de sus supuestos efectos. Estaba en México, en 2012, y de pronto me vi transportado al colegio Hispano Británico, en El Charcón, Tenerife, digamos que 30 años atrás. Un encuentro en la tercera fase. Y no, ya sé en lo que están pensando, no había probado el tequila. Ni gota.

La sesión de brujería corrió a cargo de mi queridísima Marta Arocha, que además de una bruja buena es la que convoca todas las parrandas del desorganizado grupo de compañeros del colegio. Y la excusa era perfecta: Don Dionisio, nuestro profesor predilecto, con el que leíamos el periódico en clase, organizábamos asambleas precursoras del 15-M y representábamos obras de teatro, iba participar en un programa de Radio San Borondón. Los que están en Tenerife podrían seguirlo por radio, los compañeros en el exilio (Mariano y yo), por internet. Sería además un encuentro interactivo porque la omnipresente Marta nos organizó una tertulia en Facebook. Ahí estábamos, y espero no dejarme a nadie, Raquel, Mariano, Panchi, Hugo, Ágata y Giuseppe, además de Marta y yo, claro.

Y me conecté. Al principio no entendía nada. Don Dionisio no salía por ningún sitio y solo escuchábamos un grupo de bienintencionados tertulianos llamando a la rebelión creo que contra el Plan Urbanístico de Santa Cruz. Lo siento, pero no tenía paciencia para atender y formarme una opinión sobre si tenían razón o no. Simplemente quería que hablara ya nuestro profesor… Y después de casi una hora mis compañeros –todos menos yo, padres y madres de familia- también se empezaban a impacientar. “Podíamos haber lavado a los niños tres veces”, dijo alguien. La expectación decaía… ¿Y si al final no sale? Uno quiso ver lo positivo del asunto, incluso aunque acabara en catástrofe: “Por lo menos nos hemos reunido aquí un rato…”.

Pero no, no hubo catástrofe. ¡Casi diría que hubo éxtasis! Dionisio entró en antena y estuvo una hora leyendo poesías. Algunas propias –preciosas, como una muy emocionante dedicada a su madre. Otras ajenas, de León Felipe, de Arturo Maccanti, de Agustín Millares, de Félix Francisco Casanova. Muchas de actualidad, comprometidas, como era él también de profesor, en aquellos tiempos en que en clase nos pegaban “lo normal”. El momento más emotivo –yo me eché a llorar en la soledad de mi cocina- fue cuando tuvo un recuerdo sus “primeros alumnos” y recitó para nosotros No Vale, de Millares, el poema que nos regaló la noche que quedamos 17 años después de dejar el colegio y que cada día está más actual y más vivo.

Facebook era un clamor: “Queremos un Dionisio para nuestros hijos”. Y yo no me pude resistir. Llamé a la emisora y entré en directo. Luego me arrepentí un poco, porque sentí que le estaba quitando e protagonismo a la estrella de la noche (la tarde en mi país de exilio). Pero no, en la vida uno no puede dejar de hacer cosas “por si acaso”. Y seguro que le hizo muchísima ilusión.

A mí Don Dionisio me regaló muchas cosas: me estimuló a leer más de lo que ya lo hacía, en aquellos tiempos en los que mi ídolo era Gianni Rodari. Me animó a escribir obras de teatro, como una entrañable, sobre el 23-F cuyo guión debe andar por casa. Y sobre todo, me enseñó que en la vida uno no puede contentarse con respuestas fáciles y hay que estudiar, indagar, profundizar, ser críticos. “Investiguen”, nos decía en clase cuando le hacíamos una pregunta complicada. Sin él probablemente no habría sido periodista. Por la ilusión que mostraron el otro día estoy seguro de que muchos de mis compañeros podrían decir cosas parecidas.

Entonces éramos pequeños y quizá no lo hubiéramos entendido. Pero ahora me doy cuenta de lo bien que está resumido, en esos versos que nos dedicó de Millares, el espíritu digamos dionisiaco que impregnaba su visión de la vida, su relación con los alumnos, su método de enseñanza. Una vez más, y que así sea por treinta y pico años más, o los que sean, gracias Dioni.  

No vale

Te digo que no vale
meter el sueño azul bajo las sábanas,
pasar de largo, no saber nada,
hacer la vista gorda a lo que pasa,
guardar la sed de estrellas bajo llave.

Te digo que no vale
que el amor pierda el habla,
que la razón se calle,
que la alegría rompa sus palabras,
que la pasión confiese: aquí no hay sangre.

Te digo que no vale
que el gris siempre se salga
con la suya, que el negro se desmande
y diga “cruz y raya”
al júbilo del aire.

Vuelvo a la carga y te digo: aquí no cabe
esconder la cabeza bajo el ala,
decir “no sabía”, “estoy al margen”,
”vivo en mi torre, sólo y no sé nada”.

Te digo y te repito que no vale.

sábado, 28 de abril de 2012

Hermosa vida de perros

Llevo un mes y un día sin escribir, pero les explico. Los ratos que no estoy trabajando estoy visitando la ciudad. Y luego cuando quiero escribir sobre lo que he visto, me toca trabajar otra vez. Hoy me sucedió eso. Pero resulta que lo que he escrito para el blog de información local que hemos abierto en la delegación en México (Periscopio Chilango) es una historia que hacía tiempo que quería contar en este espacio. No diré que mato dos pájaros de un tiro, porque es un post cariñoso con los animales, pero sí por ejemplo que meteremos dos bolas de una tacada. Pues eso, que si les apetece pinchen aquí y conozcan a los apacibles perros del Parque México.

lunes, 26 de marzo de 2012

Cien años del abuelo Manolo

El pasado 13 de marzo mi abuelo Manolo habría cumplido cien años. A él le hubiera gustado vivir para verlo, era muy curioso y seguro que se preguntó muchas veces a lo largo de su vida cómo sería el mundo al siglo de su nacimiento. Sin embargo, si es cierto lo que él creyó firmemente durante toda su vida, la existencia del más allá, que la muerte no es final, estará en algún lugar, observando a sus ocho bisnietos –a dos llegó a conocerlos- y maravillado con internet y las nuevas tecnologías, ese mundo que quiso conocer pero como el reconocía ya le pilló demasiado mayor.

Cuando tengo que escribir un artículo sobre un tema del que tengo poca idea me detengo a menudo y no sé cómo seguir. Ahora tampoco sé cómo seguir, pero por lo contrario, porque tengo tan presente a mi abuelo, me evoca tantas cosas y sé tanto sobre él que se me amontonan las ideas y tengo que pararme a ordenarlas para no desviarme una y otra vez sin llegar a ningún sitio. Quiero hacer un post pero me sale un libro. Así que me centraré solo en tres ideas que ya esbocé en el primer párrafo: su fascinación por la longevidad, su curiosidad (la cualidad más envidiable del ser humano) Y su creencia en el más allá. Con eso ya tengo para aburrirlos.

La longevidad era un tema que le encantaba. Quería vivir muchos años, aunque no se había propuesto como meta los cien que celebraríamos estos días. Tampoco hubiera sido improbable: su madre llegó a los 91 y en su familia hubo varios casi centenarios (como su tía Carmen, a quien conocí, que llegó a los 98) mezclados, con una aleatoriedad diabólica, con casos de muertes muy tempranas.

Él era más modesto: esperaba alcanzar el año 2000, al que llegó con 87 años cumplidos y buena salud. Y mantuvo ante los achaques, él que había sido un gran hipocondriaco, una actitud admirable. Al final de su vida, con 92 años y un parkinson muy avanzado me dio un ejemplo asombroso de eso que ahora se llama pensamiento positivo: “Sé que estoy perdiendo la cabeza. Me doy cuenta. Pero fíjate que hasta vivir eso me parece muy interesante”. Creo que ni los libros de autoayuda más ingenuos incluyen una lección como esa.

Suponer que hay otra vida ayuda a tomarte esta con mejor ánimo. Y mi abuelo no es que creyera en ella, es que sabía que existía. El por qué unos creen y otros no me parece uno de los mayores enigmas. No tiene que ver con la educación religiosa: hay quien va a misa y no cree en nada y quien se dice ateo pero intuye que hay algo. Tampoco tiene que ver con la inteligencia ni, por mucho que digan, con su formación científica. Va a ser verdad que la fe es un don. Y salvo que uno sea un fanático, un don que es maravilloso haber recibido.

Su mejor amigo era un gran científico canario, Telesforo Bravo, geólogo y perfectamente agnóstico. Don Telesforo tenía a mi abuelo por el tipo más inteligente que había conocido y se maravillaba por eso de que pudiera creer en algo más de lo que la ciencia evidenciaba. Pero el sentimiento era totalmente recíproco: mi abuelo decía que no había conocido mejor cerebro que el de su amigo y por ello se asombraba de que Telesforo (¡un tipo tan listo!) no creyera en nada. Era imposible que el uno convenciera al otro. Pero creo que mi abuelo tuvo más suerte.

Creía pero no era un beato. Iba a la iglesia los domingos por tradición pero su religión, muy profunda, era más amplia de lo que marca el catecismo. Era a su manera panteísta, creía en un cielo para los hombres y también (¿por qué no, decía?) para “nuestros hermanos los animales”. Y ya en vida decía que había recibido pruebas de ese más allá, como cuando soñó una quiniela y le tocó. Lo malo es que en el sueño su hijo tapaba con la mano los dos últimos resultados y mi abuelo, en vez de jugar todas las combinaciones posibles, eligió la más probable. Y así tuvo solo 12 aciertos en una semana en la que los 14 se pagaban muy bien.

Supongo que en ese más allá, por muy allá que esté, no se le habrá apagado la cualidad que mejor le definía, la CUALIDAD con mayúsculas y el rasgo que mejor caracteriza al hombre feliz, según Bertrand Russell: la curiosidad. Y supongo así que encontrará muy sugestiva la muerte, igual que amó la vida hasta el punto de parecerle interesantísimo el progreso que la enfermedad definitiva iba haciendo en su cuerpo y en su mente.

Esa curiosidad le hacía sabio, y le encantaba compartir esa sabiduría con los demás. Saberes eruditos pero también, y sobre todo, esos pedacitos de conocimiento que esconden en su simplicidad una joya inesperada y que iluminan, por su asombrosa sencillez, el ánimo de quien los descubre y, por empatía, de quien los enseña. ¡Qué alegría me produjo aprender –y a él mostrarme- cómo se quema un papel con una lupa o descubrir que no hay trigo en el mundo para cubrir con un granito, luego dos, luego cuatro, luego ocho… todas las casillas de un tablero de ajedrez!

Hace unas semanas entrevisté a un escritor mexicano que había novelado la supuesta autobiografía de su abuelo, expresidente del país y fundador del partido que lo gobernó durante 70 años. Le pregunté si no temía estar traicionando a su antepasado y él me dijo que no, que había sentido todo el rato su inspiración. Yo le envidié y lamenté que mi abuelo, que tanto hablaba de la otra vida, no se manifestara por esta de vez en cuando.

Días después sufrimos un seísmo respetable, aunque sin graves consecuencias. No es una experiencia agradable pero entre el susto -más por creer que era un mareo- y la inquietud ante las réplicas me sorprendí pensando: "Con que esto era un terremoto fuerte, qué interesante haberlo vivido". Y entonces me di cuenta de que un poco dentro de mí estaba él, con su curiosidad omnívora y que las personas que nos marcaron siguen vivas en nosotros y se despiertan un día para maravillarse por la ira de la naturaleza que hace temblar la tierra y asombrarse de cómo dobla los árboles y las señales de tráfico.

PS: En la foto, junto a mi abuelo, mi abuela Altagracia. No se le hace mucha justicia en este post monográfico pero certifico que también, a su estilo, fue una persona extraordinaria.

lunes, 19 de marzo de 2012

¡Viva la Pepa y viva el ilustre gomero!

Hoy (ya ayer para la mayoría de ustedes) se cumplen 200 años de la Constitución de Cádiz y me imagino que estarán saturados de leer, ver y oír informaciones sobre la primera carta magna que nos dimos los españoles. Espero no aburrirles aún más pero yo también voy a hablar del mismo tema, en concreto de uno de sus protagonistas, Antonio José Ruiz de Padrón, el diputado que las Islas Canarias enviaron a esas cortes constituyentes. Y de propina les voy a contar dos historias que pasaron hace cien años, cuando se celebraba el primer centenario del texto, en la casa donde nació Don Antonio José, que ocupa el número 57 de la calle Real de San Sebastián de la Gomera. ¿Siguen ahí? ¿Preparados para las batallitas? Pues arranco.

Verán, yo desde muy pequeño conozco a Ruiz de Padrón porque esa casa resulta ser la casa de mi familia en La Gomera, donde también nació mi bisabuelo Ventura, mi abuela Altagracia y casi todos sus hermanos, y donde he pasado muchas navidades y muchos meses de septiembre. Sin embargo, durante años este diputado fue para mí una figura oscura, de méritos desconocidos. La culpa la tenía la placa que sigue adornando la fachada, en la que se recuerda que ahí nació en 1757 un "ilustre gomero" (expresión entrañable y gastada en mil bromas en nuestra familia), muerto en 1823, pero de cuya biografía no se contaba nada. He visto a decenas de viajeros pararse a leer el cartel e irse con más dudas de las que traían y también los he visto elucubrar sobre quién sería el personaje. Según unos turistas catalanes, que debían llevar bromeando todo el viaje con el nombre de la isla, se trataría sin duda del inventor del chicle.


Ruiz de Padrón no inventó el chicle. Pero si fue una figura clave en las Cortes de Cádiz. Era clérigo, pero defendió la supresión de la inquisición. Y propuso también que se aboliera la esclavitud. Las actas de todas sus intervenciones en las cortes las recopiló mi hermana Dácil cuando trabajó en el Congreso y regaló un ejemplar a mi madre y otro a cada uno de sus hermanos. Además, el ilustre gomero tuvo una vida muy interesante que tuvo un capítulo novelesco y trascendental. Sucedió que al cruzar el Atlántico para visitar Cuba en 1785 una tormenta hizo naufragar su barco y acabó en Pensilvania. Y ya que estaba allí aprovechó para pasar una temporada en los Estados Unidos, donde conoció a Washington, fue contertulio de Benjamin Franklin y se empapó de las ideas ilustradas que habían alumbrado aquel país que cumplía entonces ocho años.

Franklin es el protagonista de una de las dos historias que sucedieron hace cien años en esa casa donde paso las Navidades. Cuando en 1912 se iba a celebrar, supongo que la misma pompa que ahora, el primer centenario de la Constitución le pidieron a mi bisabuelo don Ventura desde el comité organizador de los festejos que les prestara unas cartas que el político estadounidense había enviado a Ruiz de Padrón y que mi familia guardaba. Mi bisabuelo, que era un buenazo (y se parecía mucho a mí, según mi madre, lo cual no quiere decir que yo tambien lo sea), las envió a Cádiz... pero las cartas nunca regresaron. No hay nada que reclamar, nuestra propiedad prescribió hace mucho y pensándolo bien es preferible que estén en un museo a que las tenga un particular. Lo único que me molestaría es que alguien hubiera hecho negocios con ellas.

El protagonista de la otra historia que ahora cumple cien años fue la persona que me contó la anécdota de las cartas. En esa casa donde había nacido Ruiz de Padrón, y desde donde don Ventura enviaba a Cádiz los originales de los textos de Franklin, se celebraba hace ahora un siglo el bautizo de un niño, nacido en la misma calle apenas tres manzanas más allá. El padrino era mi bisabuelo y le había prestado al pequeño para la ceremonia las mismas ropas con las que el año anterior había bautizado a su hija menor. Esa niña era mi abuela y el bebé, su vecino, a quien ella miraría con la curiosidad de sus ocho meses de vida, se acabaría convirtiendo con el tiempo en su marido. Sí, el 13 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de mi abuelo Manolo y le debo un post pero tengo tantas cosas que contar que cuando me pongo me sale una tesis. Espero que cuando lo acabe -esta semana seguro- entiendan por qué me está costando tanto.

martes, 6 de marzo de 2012

Mi amigo el colibrí

Aquí sigo, en México DF, abriendo mucho los ojos para no perderme nada. Me prodigo poco en el blog pero mi excusa es que tengo que escribir para el periódico (o para la web que es lo mismo): la última ha sido una entrevista a un personaje curioso: Alfredo Elías Calles, nieto de Plutarco Elías Calles, líder de la revolución mexicana y contructor de las instituciones del país.

Don Plutarco es un personaje controvertido: unos lo ven como el héroe que dio estabilidad política a México durante 70 años y otros como un tipo con demasiado apego al poder que creó una dictadura de partido. Pues bien, Alfredo ha escrito la vida de su abuelo, según dice inspirada por él, a modo de autobiografía desde el más allá. Si quieren saber más del asunto pueden leer aquí el artículo, y si les interesa mucho, mucho, el libro directamente. Yo he aprendido mucha historia leyéndolo, aunque hay que recordar que es el testimonio parcial de un nieto que defiende a su abuelo.

Pero hoy vamos a hablar de otra cosa: de un personaje al que he tomado mucho cariño en poco tiempo. Verán, aunque estoy viviendo una oportunidad estupenda, conociendo un nuevo país, a gente interesante y todas esas cosas no les voy a negar que a ratos me siento un poco solo. Sólo un poco, pero lo justo para echar de menos a tantos seres queridos como tengo al otro lado del Atlántico. Por eso agradezco tanto las llamadas y los mensajes y por eso estaré muy feliz de recibir visitas cuando se produzcan.

Y fíjate que una visita inesperada, pero sumamente grata, es la que hace casi a diario a mis ventanas -del salón a la cocina, dando vueltas a la casa- un pequeño colibrí de plumas muy brillantes. Aparece a cualquier hora, revolotea un poco alrededor del edificio y desparece. No sé si es macho o hembra, ni sé como saberlo, ni siquiera sé si los colibríes tienen sexo o género, o como se diga ahora, aunque supongo que sí. Tampoco le he puesto nombre. Pero sí sé que espero su llegada con cierta ilusión y que me gusta que acompañe durante el desayuno, tanto como me gustaba irme de paseo con el perro Kukín.



Alguno supondrá que se me ha ido la mano con el tequila, pero no. Estoy tomando cierta afición a esa bebida -que por cierto se bebe de pequeños sorbos y no de trago- pero no como para andar ya delirando. Quizá en Madrid, con tanto trabajo, llamadas, vida social, más llamadas, más trabajo, más vida social, no había tenido tiempo o serenidad para fijarme en minucias como esta, en un pajarito que frecuenta una ventana. De hecho, cuando veía uno me acordaba de que, como presidente de la comunidad, tenía una llamada pendiente a una empresa para fumigar a las palomas.

A este espero que no lo fumigue nadie. Es tímido. Intento que se acerque más pero no se decide. Los primeros días le dejé trocitos de pan pero luego comprendí que no le cabían por la trompa esa que tiene. Luego mi amiga Ángela me sugirió desde Colombia que le pusiera agua con azúcar, que por lo visto les encanta. Tampoco bebió, pero a cambio se me llenó la ventana de hormigas.

Creo que la siguiente estrategia para intentar que se aproxime más será ponerle música clásica. Alguno pensará que con todas la cosas que tengo que hacer por aquí semejante distracción es una pérdida de tiempo. Pero cada vez pienso más que perder el tiempo es precisamente lo que hacemos cuando no aprovechamos los momentos como este. Los ratos en los que serenamente disfrutamos con la compañía de un buen amigo.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Memoria de un Mèxico que desaparece

Ya sé, ya sé que llevo un tiempo sin escribir... pero también hay que trabajar... y escribir para el medio que me paga. No he venido a México a hacer noticias pero siempre es un gusto publicar alguna cosita de vez en cuando. Esta es la primera información que hago [pinchar aquì para leer el reportaje], se dio en la web y en la edición impresa de El País en América. Espero que vengan más.

lunes, 6 de febrero de 2012

Trosky, calles, prejuicios y tarjetas de crédito

Llevo una temporada sin escribir pero no se crean que es porque no me pasan cosas, me pasan muchas y casi todas buenas. Resulta que en los últimos 15 días he vivido en tres sitios distintos y con tanto ajetreo no he tenido un rato tranquilo para sentarme a escribir boberías. Ahora, tranquilamente instalado en el sofá del departamento que he alquilado por seis meses les cuento dos o tres cositas que me han llamado la atención estos días y que me parecen simpáticas.

Les decía en el post anterior que les explicaría qué lógica ordena la siguiente serie de números 426-590-400-572-382-378-374-532 y les pedía además que no intentaran desentrañarla para que no se rompieran la cabeza. Y es que este enigma no lo resuelve ni mi amigo Adolfo Quirós, portavoz de la Real Sociedad Matemática Española. Y no lo resuelve porque no es un problema de lógica ni de matemáticas, es un problema de que en este país tan maravilloso hay algunas cosas inexplicables como que los números de los portales en algunas calles cambian, saltan, suben de golpe o vuelven para atrás.

La serie de números que les señalaba son los que uno se encuentra en la calle Río Churubusco, en el barrio de Coyoacán, para llegar al número 410, que es donde se ubica la casa museo de León Trosky. Un sitio interesantísimo por cierto, donde el revolucionario ruso pasó los últimos años de su vida escribiendo, dando de comer a las gallinas y esquivando balazos que se quedaron marcados en la pared de su habitación. Lo que no pudo esquivar, y le costó la vida, fue el golpe de piolet que le propinó Ramón Mercader, el espía estalinista que se había ligado a su secretaria para ganarse su confianza.

Un historia fascinante, sí, pero si les parece hablaremos de ella otro día porque hoy estábamos comentando lo difícil que resulta orientarse en algunas -solo algunas, no exageremos- calles de esta ciudad donde los números no parecen seguir ninguna pauta razonable. Y hay otra circunstancia que enreda aún más ese lío. Que mis amigos mexicanos me corrijan: me da la impresión de que a la gente de aquí, de tan amables que son, les cuesta mucho decir que no. Y cuando preguntas por una calle hay gente que prefiere mandarte para cualquier sitio que reconocer que no puede ayudarte. Me lo dijo el primer día el corresponsal de EL PAÍS, Luis Prados, y lo he comprobado: "No te fíes. Si alguien te dice que tal dirección está hacia allá, cuando des 20 pasos vuelve a preguntar".



Pero supongamos ahora que los números de una calle están bien puestos. Y que nuestro informante sabe exactamente a donde nos tiene que dirigir. Pues aún así hay peligro de acabar muy lejos de donde nos proponíamos llegar. Y es que he descubierto que hay alguna calle que se llaman de una manera en la acera (aquí dicen banqueta) de la izquierda y de otra en la de la derecha. Vean este vídeo (el de arriba) que he tomado en la calle Tenancingo... bueno, como ven, Tenancingo o Marta Alpizar, según la banqueta que tome uno. Sí, quizá sea una broma de los amigos de la tal Marta pero los carteles están ahí y seguro que han confundido a más de uno.

Pero para que no sea todo meterme con esta ciudad que me está tratando tan bien les voy a contar una anécdota que demuestra qué injustos son los prejuicios y cómo a veces tenemos miedo de unas cosas mientras descuidamos otras.

Me fui hace unos días a sacar dinero en un banco de una calle céntrica, en uno de esos cubículos de cristal en los que hay dos cajeros automáticos juntos. Yo me puse en uno y observé inquieto que en el de al lado había dos señoras que me parecieron un tanto siniestras. Fuera, apoyados en un coche, les estaban esperando dos tipos que tampoco me gustaron nada. Saqué el dinero un tanto apresuradamente, salí sin mirar demasiado a los sujetos y me encaminé hacia el metro.

De pronto escuché unos gritos a mi espalda. Las dos señoras venían corriendo hacia mí y yo no sabía si correr también o esperar a que aparecieran también los señores de aspecto amenazante y entre los cuatro me asaltaran. Pero no, oiga. Las señoras traían mi tarjeta en la mano: me la había dejado olvidada en el cajero. Y es que aquí uno tiene miedo de que lo atraquen a la salida del banco, y es verdad que hay que tener cuidado, como hay que tenerlo en Madrid. Pero olvida que los cajeros mexicanos, por lo que he visto, son distintos de los españoles: primero te dan el dinero y luego la visa. Y así si te despistas es muy fácil olvidarte la segunda.

Hasta la próxima.

Foto: Toner (Flickr)

lunes, 23 de enero de 2012

Cartelería mexicana

Como me paso el día buscando piso (crucemos los dedos, creo que ya he pillado uno) me paso el día mirando para las paredes. Y casa no encontraré, no, pero divertirme me divierto mucho. Hoy lamentaba estar perdiendo días y días sin leer todos los libros que tengo que leer y sin visitar los museos, los restaurantes o las iglesias de esta ciudad maravillosa cuando me di cuenta de que mirar carteles (los de las inmobiliarias y de rebote también los otros) también es una manera de conocer un lugar. Y que uno puede aprender muchísimas cosas de un sitio por las cosas que sus vecinos cuelgan en sus muros y ventanas. Y ese pensamiento me consoló.

Así que como no tengo grandes cosas que contarles del Castillo de Chapultepec o del Museo Arqueológico les voy a presentar una selección de tres letreros, tres, encontrados por las paredes de esta enorme ciudad. Tres para no aburrirles. Y les voy a otorgar mis medallas personales de oro plata y bronce de la cartelería mexicana.

Ahí van mis favoritos.

Medalla de bronce



Este cartel puede verse en la mayoría de garajes de México DF. Me encanta por su tonillo amenazante ajeno a cualquier corrección política. En España estos letreros dicen "avisamos grúa". Pero aquí parece que consideran más efectivo tomarse la justicia por su mano. Y sí, será menos civilizado pero la ley de la selva es más efectiva. Yo me arriesgaría a dejar mi coche aparcado frente a un párking en Madrid pero en esta ciudad me lo pensaría dos veces.

Medalla de plata



Alfred Hitchock desancosejaba rodar con niños y con perros. Pero nada desanima a este fotógrafo de la calle Arcos de Belén especializado en retratar nenes y nenas, que ya es tener moral. La clave de su éxito: la paciencia del santo Job.

Medalla de oro



A mí este cartel me parece delicioso pero igual es debilidad personal por mi afición a las matemáticas. En el metro de México -que por cierto me da la sensación de que es muy seguro y funciona de maravilla- éste es el letrero que informa de las tarifas. Y uno empieza a leer: "Un billete, tres pesos, dos billetes seis pesos, tres billetes nueve pesos..." Y uno sigue leyendo esperando que al comprar una cantidad mayor de tickets haya alguna rebaja... pero no... "15 billetes 45 pesos... 37 billetes 111 pesos..." y así hasta "50 billetes 150 pesos". No sé si alguien ha comprado alguna vez 50 billetes juntos, pero sí que ya puestos podían haber seguido hasta "20.137.1523 billetes [uno para cada habitante de esta aglomeración urbana] 60.411.4569 pesos".

Para mí que como no hay máquinas expendedoras y en las taquilla se forman colas tremendas las autoridades han decidido que los ciudadanos repasen mientras esperan la tabla del tres. Por cierto, tres pesos son 18 céntimos: el metro es baratísimo. Pero me cuentan que unos carteles -que yo no he visto, y ya es raro- informan o informaban a los ciudadanos del coste real de un viaje en el suburbano (naturalmente muy superior) para concienciar del esfuerzo económico que suponía para la comunidad mantener ese servicio a ese precio. Me parece una idea muy buena para todos los servicos públicos en esta época de crisis: antes de imponer el copago, informar a la gente de lo que cuesta lo que creemos gratis o casi.

Es tarde y me voy a dormir. Otro día les cuento qué sentido tiene la siguiente serie númerica 426-590-400-572-382-378-374-532... (¡ni intenten encontrarle una lógica, no lo lograrán!) y cómo es posible que una calle se llame de manera diferente en la acera (aquí dicen banqueta) de la derecha y en la de la izquierda. Buenas noches.

lunes, 16 de enero de 2012

Periodistas que se lo creen

Sí, sigo aquí, no he perecido víctima de la maldición de Moctezuma. Hoy quería enseñarles un montón de carteles simpáticos que he encontrado por las calles del DF pero voy a dejar los chistes para otro día. Prefiero que lean el post que ha escrito Luis Prados, corresponsal de EL PAÍS en México, sobre 80 valientes que sacan cada día a la calle el periódico Notiver de Veracruz denunciando al narco y por tanto jugándose el cuello. Algunos han pagado ya su profesionalidad con la vida. Incluso con las de su familia.

En Notiver no hay lugar para el cinismo o el victimismo que a veces nos gastamos los periodistas que desempeñamos una labor más cómoda. Está claro que el que sigue ahí es porque aún cree en este "pinche oficio chingón", como dice Luis. Miren las imágenes de la estupenda galería que ha elaborado el fotógrafo Luis Companys. Ahí están: periodistas, técnicos del taller, repartidores... No tienen pinta ni vocación de héroes, pero lo son y solo por hacer bien su oficio, más allá del límite de lo exgible, eso sí.

En México es inevitable hablar de la guerra contra el narco. Es su faceta más dramática y noticiosa pero afortunadamete esa violencia solo contamina una parte ínfima de lo que sucede. Así que en homenaje a los compañeros de Notiver, que luchan por tener un país normal donde no te peguen un tiro por hacer tu trabajo, otro día hablaremos de los cartelitos.

sábado, 7 de enero de 2012

México a primera vista

Tiene mi madre un imán en la nevera que dice: "Nunca tendrás una segunda oportunidad para causar una primera impresión". A México DF no le haría falta: me ha encantado a primera vista y espero que esta sensación no se evaporen en la temporada que voy a pasar aquí.

Lo primero que asombra, aún antes de aterrizar, es su inmensidad: cuando el avión empieza a descender solo se ve ciudad por todas partes. México DF tiene el tamaño aproximado de la isla de Gran Canaria, unos 1.500 kilómetros cuadrados, pero toda la zona metropolitana tiene más de 7.000. O sea, que la aglomeración urbana, el terreno cubierto por edificios, sin interrupción, es más extensa que todas las Islas Canarias juntas.

Luego no es para tanto. Uno no se pasa el día cruzando la ciudad donde vive, el espacio que de verdad habitamos es reducido y México DF parece tener además un buen sistema de transportes. Taxis por todas partes, aunque como todo el mundo te recuerda no conviene pillar los que pasan por la calle (hay riesgo de secuestro, bajo pero lo hay). Y un metro muy seguro que aparentemente funciona bien y cuyo único defecto es que cierra pronto, a las doce de la noche. Lo uso desde el primer día y he podido comprobar la veracidad de una historia que suena a leyenda: en hora punta algunos vagones están reservados a las mujeres para evitar que las toqueteen.

Otra cosa que me gusta de esta ciudad es que se puede caminar, aunque nadie lo hace. Todo el mundo prefiere el carro y si le preguntas a un tipo si se puede ir andando a un sitio, indefectiblemente te dirá que no, que está muy lejos. Pero se puede hacer la prueba. Si la distancia no es enorme y el recorrido (el rumbo, como dicen aquí) no atraviesa zonas conflictivas uno puede animarse a caminar, siempre con el teléfono de los taxis a mano por si hay que rendirse a mitad de trayecto. Y luego te sorprendes muchas veces de lo (relativamente) cerca que están algunos sitios. Los paseos se hacen además muy agradables por tres cosas: el terreno es llano, el clima excelente y bastante fresco (a mí me recuerda al de La Laguna, en Tenerife), y el paisaje urbano (y sobre todo el paisanaje) fascinante. A ratos espantoso, pero fascinante.

La altura (2.300 metros) tampoco es problema. Marea un poco los primeros días, pero luego uno se acostumbra, e incluso se hace más fuerte, como aquellos ciclistas colombianos que entrenaban en los Andes y luego venían a Europa a ganar todas las carreras.

Decía Buñuel en su estupendo libro de memorias Mi último suspiro que le gustaba la regularidad y los lugares que ya conocía. "Cuando voy a Toledo o a Segovia, sigo siempre el mismo itinerario. Me detengo en los mismos sitios, miro, como las mismas cosas. Cuando me ofrecen un viaje a un país lejano, a Nueva Delhi, por ejemplo, rehúso diciendo: ¿Y qué hago yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?". Coincido en parte con mi paisano, me encanta seguir rituales urbanos: en Madrid hacía todos los sábados idéntico recorrido, que concluía en la piscina de La Latina hasta que la cerraron. Cuando llego a Santa Cruz, mi suidad, no me siento aterrizado hasta que la paseo de arriba a abajo, por las mismas calles, y termino leyendo el periódio y tomando una cerveza y unas aceitunas en el mismo sitio. No concibo pasar un día en Busto de Bureba sin bajar a tomar el vermut y sin dar el paseo de la tarde.

Pero a diferencia de Don Luis, sí que me gusta conocer lugares lejanos, exportar allí mis manías y colonizarlos con nuevos rituales. La primera tarde que estuve en México DF tomé un taxi (hoy sé que podría haber ido andando) hasta el Zócalo, la plaza central, una de las más grandes de mundo, y di por allí un buen paseo. Era 5 de enero y el ambiente era formidable: los niños lanzaban al aire globos que llevaban atadas sus cartas a los Reyes (una costumbre preciosa) y participaban en un montón de actividades organizadas por las autoridades imitando las Navidades de otras latitudes.


Unos patinaban en una gigantesca pista de hielo; otros, en un recinto acristalado, se enfrentaban en una batalla de bolas de nieve artifcial divididos entre dos equipos de cascos rojos y azules. Familias enteras hacían cola para sacarse una foto gratis ataviados con una gorro de Papa Noel o unos cuernos de reno (y tengo que confensar que yo mismo, que había salido sin cámara y quería tener un recuerdo de ese día, también me saqué una que por pudor no exhibo).

Entré en la catedral, recorrí toda la plaza, enfilé la calle Madero, desde hace poco peatonal, y llena de comercios y de artistas callejeros, y acabé en un bar de una calle lateral donde unos tipos destrozaban el buen concepto que tengo del karaoke. Aún no me he fabricado aquí ningún ritual definitivo pero ya se va perfilando. Si vienen por el DF y no tienen mi teléfono acérquense al Zócalo. Si ese día no trabajo es probable que me encuentren husmeando por allí, de un lado para otro o en una cantina de los alrededores leyendo el diario, charlando con camareros y clientes (otra cosa que me encanta) y tomando una chelita (cerveza mexicana helada). A su salud.

Foto: Lincogecko (Flickr) | Realsnow