Llevo una temporada sin escribir pero no se crean que es porque no me pasan cosas, me pasan muchas y casi todas buenas. Resulta que en los últimos 15 días he vivido en tres sitios distintos y con tanto ajetreo no he tenido un rato tranquilo para sentarme a escribir boberías. Ahora, tranquilamente instalado en el sofá del departamento que he alquilado por seis meses les cuento dos o tres cositas que me han llamado la atención estos días y que me parecen simpáticas.
Les decía en el post anterior que les explicaría qué lógica ordena la siguiente serie de números 426-590-400-572-382-378-374-532 y les pedía además que no intentaran desentrañarla para que no se rompieran la cabeza. Y es que este enigma no lo resuelve ni mi amigo Adolfo Quirós, portavoz de la Real Sociedad Matemática Española. Y no lo resuelve porque no es un problema de lógica ni de matemáticas, es un problema de que en este país tan maravilloso hay algunas cosas inexplicables como que los números de los portales en algunas calles cambian, saltan, suben de golpe o vuelven para atrás.
La serie de números que les señalaba son los que uno se encuentra en la calle Río Churubusco, en el barrio de Coyoacán, para llegar al número 410, que es donde se ubica la casa museo de León Trosky. Un sitio interesantísimo por cierto, donde el revolucionario ruso pasó los últimos años de su vida escribiendo, dando de comer a las gallinas y esquivando balazos que se quedaron marcados en la pared de su habitación. Lo que no pudo esquivar, y le costó la vida, fue el golpe de piolet que le propinó Ramón Mercader, el espía estalinista que se había ligado a su secretaria para ganarse su confianza.
Un historia fascinante, sí, pero si les parece hablaremos de ella otro día porque hoy estábamos comentando lo difícil que resulta orientarse en algunas -solo algunas, no exageremos- calles de esta ciudad donde los números no parecen seguir ninguna pauta razonable. Y hay otra circunstancia que enreda aún más ese lío. Que mis amigos mexicanos me corrijan: me da la impresión de que a la gente de aquí, de tan amables que son, les cuesta mucho decir que no. Y cuando preguntas por una calle hay gente que prefiere mandarte para cualquier sitio que reconocer que no puede ayudarte. Me lo dijo el primer día el corresponsal de EL PAÍS, Luis Prados, y lo he comprobado: "No te fíes. Si alguien te dice que tal dirección está hacia allá, cuando des 20 pasos vuelve a preguntar".
Pero supongamos ahora que los números de una calle están bien puestos. Y que nuestro informante sabe exactamente a donde nos tiene que dirigir. Pues aún así hay peligro de acabar muy lejos de donde nos proponíamos llegar. Y es que he descubierto que hay alguna calle que se llaman de una manera en la acera (aquí dicen banqueta) de la izquierda y de otra en la de la derecha. Vean este vídeo (el de arriba) que he tomado en la calle Tenancingo... bueno, como ven, Tenancingo o Marta Alpizar, según la banqueta que tome uno. Sí, quizá sea una broma de los amigos de la tal Marta pero los carteles están ahí y seguro que han confundido a más de uno.
Pero para que no sea todo meterme con esta ciudad que me está tratando tan bien les voy a contar una anécdota que demuestra qué injustos son los prejuicios y cómo a veces tenemos miedo de unas cosas mientras descuidamos otras.
Me fui hace unos días a sacar dinero en un banco de una calle céntrica, en uno de esos cubículos de cristal en los que hay dos cajeros automáticos juntos. Yo me puse en uno y observé inquieto que en el de al lado había dos señoras que me parecieron un tanto siniestras. Fuera, apoyados en un coche, les estaban esperando dos tipos que tampoco me gustaron nada. Saqué el dinero un tanto apresuradamente, salí sin mirar demasiado a los sujetos y me encaminé hacia el metro.
De pronto escuché unos gritos a mi espalda. Las dos señoras venían corriendo hacia mí y yo no sabía si correr también o esperar a que aparecieran también los señores de aspecto amenazante y entre los cuatro me asaltaran. Pero no, oiga. Las señoras traían mi tarjeta en la mano: me la había dejado olvidada en el cajero. Y es que aquí uno tiene miedo de que lo atraquen a la salida del banco, y es verdad que hay que tener cuidado, como hay que tenerlo en Madrid. Pero olvida que los cajeros mexicanos, por lo que he visto, son distintos de los españoles: primero te dan el dinero y luego la visa. Y así si te despistas es muy fácil olvidarte la segunda.
Hasta la próxima.
Foto: Toner (Flickr)
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1 comentario:
Compatriota-vecino! Me parto con tu Blog! Ya había leido algunas entradas, pero hoy me he acordado que yo tenia una cuenta en Blogger (esto me sonó a "Yo tenía una granja en Africa"....ya quisiera....), con lo que ya puedo ser "seguidora oficial".
Veo que hay mucho que comentar ambos como españoles en México, porque muchas de las cosas que cuentas también me han pasado a mi! Incluido lo de dejarme la tarjeta en el cajero, lo malo es que yo no tuve tanta suerte como tú. Y sí, los mexicanos muchas veces sorprenden de la buena gente y honrados que son, pero efectivamente les cuesta mucho decir que no, admitido por todos mis amigos de aquí.
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