He vuelto hace unos días de El Hierro. Me fui allí a pasar un fin de semana con ganas de descubrir la isla, que para mi vergüenza nunca había visitado, y sobre todo con una gran curiosidad por vivir esa crisis sísmica que desde julio tenía en alerta a sus habitantes. No fue una cuestión de morbo. Tampoco diré que "me hervía la sangre de periodista" ni ninguna otra de esas frases de vergüenza ajena que decimos los de este gremio cuando nos ponemos solemnes. Sí es cierto que llevaba mucho tiempo aburrido en la redacción y me apetecía encontrarme de frente con una noticia en vez de cocinar las de los demás, una actividad también muy digna pero que puede cansar si se realiza durante casi 14 años. Pero la palabra que mejor define el impulso que me llevó a comprar entradas para una erupción volcánica en mis días de vacaciones es esa expresión tan querida por mi abuela Altagracia: simplemente la "novelería".
Una amiga dice siempre que tenemos que formular nuestros deseos al Universo y luego poner algo de nuestro lado para que se cumplan. Suele funcionar, incluso a veces el Universo se pasa un poquito. Yo le pedí que pasara algo en El Hierro, para vivirlo y contarlo, pero nada demasiado grave, porque no me gusta que la gente sufra, porque no tengo alma de corresponsal de guerra y porque aunque la tuviera que la reprimiría mientras tenga madre. Y el Universo me devolvió 14 días seguidos de trabajo intenso, apasionante y ya al final abrumador. La historia de la erupción la conté en mis crónicas, de las que estoy muy orgulloso y que se pueden leer aquí. Pero hoy no quiero hablar del tremor volcánico, ni de peces muertos, ni del túnel, sino de algo que me llamó la atención más hondamente y desde el principio: la gente que encontré El Hierro.
Al periodista Javier Valenzuela le oído alguna vez ironizar sobre como de casi cualquier sitio se puede ponderar la "simpatía de sus gentes", "la variedad de sus paisajes" y la "la riqueza de su gastronomía", frases espantosamente manoseadas en las guías de viajes. Sé también que es un tópico alabar a los habitantes de los lugares más humildes y apartados. Los brokers de Wall Street pueden o deben ser unos capullos, pero en una aldea india solo encontraremos gente sabia, transparente, sin ego: si hay algún atravesado será culpa de las malditas circunstancias que le han tocado vivir. Por eso quizá me cueste convencerles de que la bondad de la gente de El Hierro no es lugar común. Pero me impresionó tanto que voy a intentarlo.
En el colegio me enseñaron que la isla de El Hierro era la única de Canarias que había sido conquistada sin violencia. En 1405 llegó por allí Jean de Bethencourt y sus primitivos habitantes, los bimbaches, lo dejaron entrar sin apenas resistencia. No eran muchos para rebelarse, es cierto, pero quizá también recordaban la profecía de un sabio que años atrás había vaticinado que su dios llegaría por mar en una especie de casa flotante. Los pobres pagaron cara su candidez y el conquistador normando, después de prometerles protección, los hizo a todos esclavos. No tengo muy claro que los habitantes actuales de El Hierro sean descendientes de los antiguos. Es más, estoy casi seguro de que no lo son. Pero de alguna forma misteriosa esa hospitalidad -"pase, señor Bethencourt, póngase cómodo y tome lo que quiera"-, esa gentileza que en algunos casos llegaba a una asombrosa falta de malicia se ha transmitido a través del tiempo. O ha sido así, o he tenido una suerte tremenda con la gente que me he encontrado.
Uno de los grandes retos que tiene el reportero que llega a un lugar desconocido es conseguir que la gente hable. Más difícil aún es lograr que hablen sabiendo que uno es periodista: tenemos mala fama y algo de culpa tendremos en ello. En El Hierro esa dificultad se evaporaba. Bastaba entrar en un bar, saludar, pedir una consumición, mirar a los parroquianos, que naturalmente lo habían mirado a uno primero porque el forastero es la novedad, y pronunciar una frase introductoria en voz alta sobre la conversación que se quería mantener -por ejemplo "a ver si revienta ya el volcán, ¿no?" o bien "qué pena tantos peces muertos"- para tener montada en cinco minutos la tertulia deseada. Y raro era salir del bar sin que algún paisano te hubiera dado su número de móvil -"por si necesita algo"- o incluso ofrecido su casa como alojamiento. No he cubierto muchos acontecimientos pero creo que pocas veces la prensa ha tenido un acceso tan fácil a gente que, además, estaba viviendo en algunos casos una situación dramática.
Vivir en una isla de 10.000 habitantes no tiene que ser fácil. Lo peor de todo tiene que ser la falta de intimidad. Todos se conocen todos tienen una opinión de todos, las cosas apenas se pueden esconder. Pero el reverso agradable de esa incómoda dificultad para el anonimato es la familiaridad. En unas horas ya tenía algunos conocidos, con sus números de teléfono almacenados en mi agenda. En un par de días, recibía saludos por las calles, algunos afectuosos, como de amigos de toda la vida. Al cabo de una semana, empecé a establecer parentescos y afinidades: "Entonces si tú te apellidas Álamo, debes ser pariente del de la papelería". O bien: "Ah, tú eres el hijo, de Rosi, claro tu trabajas en Tacorón y tu madre estaba muy preocupada por ti el día que evacuaron La Restinga". Cuando me fui, al cabo de 15 días una buena parte de ese puzzle humano de 10.000 piezas había tomado forma en mi cabeza.
Y si estás en familia, te despreocupas de muchas cosas, naturalmente. El fotógrafo que me acompañaba en mis andanzas por la isla tuvo la mala fortuna de dejarse las llaves dentro del coche en plena evacuación de La Restinga. Así que tras intentar forzar la cerradura no nos quedó otra que romper uno de los cristales del coche para poder obedecer a las autoridades y salir de allí pitando. Luego fuimos dejando trozos de vidrio por toda la carretera, lo cual no resulta muy oportuno cuando se se está procediendo al desalojo de 600 personas, pero eso es otra historia. Lo que sucedió después fue que, a falta de tiempo para repararlo, me pasé diez días conduciendo por la isla sin cristal. Muchas veces dejaba dentro del vehículo mi ordenador, mis móviles y hasta mi cartera. En otros lugares me habrían advertido: "Tenga cuidado". Allí, al contrario, me tranquilizaban: "No se preocupe, aquí no pasa nada". Y, efectivamente, nada pasaba.
Lo que empezó como un fenómeno curioso y hasta simpático, la primera erupción en Canarias en 40 años, se está convirtiendo en una pesadilla. El turismo se ha hundido y solo podría recuperarse rápidamente si, como sueñan algunos el volcán se muestra generoso y regala un islote frente a la costa. El buceo y la pesca están paralizados. Y no es fácil vivir tranquilo en días en los que la tierra tiembla más de 100 veces porque el magma está luchando por abrirse paso bajo tus pies. Salvo para periodistas y científicos quizá no sea este el mejor momento para visitar El Hierro. Pero en cuanto la tierra se tranquilice un poco volverá a merecer la pena el viaje. Aunque la maldita mancha del volcán no nos deje bañarnos. Aunque la niebla no nos permita ver la cumbre. Merecerá la pena solo por dar un paseo en la barca de Fernando. Por animar a Elsa, a su madre y a todo su equipo mientras juegan un partido de bola canaria. Por charlar con Miguel, en su alucinante hotel, el más pequeño del mundo. Por tomar unas uvas con Chiqui, Samara, Liliana e Israel, de vuelta por fin a su casa de La Restinga. O por comer unas papas con Gelmer y filosofar en torno a unos rones hasta las tantas en la taberna de Tasio. Hasta entonces, mucho ánimo a todos.
FOTO: Gentileza de RAFA AVERO
miércoles, 2 de noviembre de 2011
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1 comentario:
Y mientras leía la entrada sobre 11/11/11 me encontrado con ésta, que está muy bien. Lástima que te prodigues poco en el blog.
Aunque, bien pensado, igual te prodigas lo justo: como todos los sabios, hablas cuando tienes algo que decir.
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