martes, 13 de septiembre de 2011

Una carta del pasado

Tengo en casa algunos tesoros de la infancia. Mi favorito es el diploma que me dieron cuando salí de la guardería, enmarcado en una estantería sobre mi ordenador. Está fechado en el curso 76-77 y dice así: "Se le concede a Bernardo este diploma por su cariño a la naturaleza, sus diálogos elocuentes y el buen concepto que tiene de la amistad". Un retrato en tres pinceladas muy halagador que debo a la directora del centro, Doña Carmen Hernández, gran educadora de ideas revolucionarias de quien me gustaría escribir algún día. No sé si los méritos que enumera son justos pero el mensaje es estimulante: siempre que lo leo me anima a parecerme a ese niño tan pedante que ya con cuatro o cinco años mantenía diálogos elocuentes y se preocupaba por los animales. Otra de mis joyas es un dibujo de un batalla -me encantaba pintarlas- que cuelga de la pared de mi habitación en Tenerife y en la que dibujé exactamente 10.000 soldados, 7.000 en un bando y 3.000 en el otro. Sí, los fui contando mientras pintaba. Menos mal que mis padres son tipos tradicionales -al final son más comprensivos- porque con unos modernos el dibujo habría acabado en manos de un psiquiatra infantil.

Estos objetos son como las joyas de la abuela. Están en casa de toda la vida y me dará mucha pena si las pierdo algún día. Pero hay una alegría mucho mayor que la de contemplar los tesoros que uno ha acumulado: desenterrar uno después de muchos años, como en las novelas de piratas, o aún mejor, encontrarlo por casualidad. Porque entonces la emoción es inmensa, como si nos desdobláramos y en un túnel mágico a través del tiempo se encontraran el niño que fuimos -miedoso, idealista, ingenuo, asombrado- con el hombre que es, más cínico, indulgente, realista, y solo un poco más sabio.

Me pasó el otro día y fue como una descarga eléctrica pero con carga positiva. El tesoro, o más bien una copia, me lo envió por correo electrónico mi gran amiga Marta, compañera del colegio, y llevaba escondido 25 años. Yo ya ni lo recordaba, ella sí pero lo daba por perdido desde entonces. Marta había sido castigada sin ir al viaje de fin de curso de 8º de EGB por motivos que aún hoy desconoce y yo escribí sendas cartas a su padre y a nuestra tutora para que reconsideraran la decisión. Todos los compañeros de clase las firmaron pero no sirvió de nada. Marta se quedó sin viaje y seguramente se quedó muy triste. Pero la vida a veces es cabrona y a veces generosa y no se imaginaba que el destino iba a compensar un cuarto de siglo después, al menos un poquito, esa tristeza. A regalarle un chute de emoción cuando encontró, traspapelada entre no se qué documentos en casa de su madre, la carta en la que todos los compañeros nos solidarizábamos con ella.

Con su permiso publico aquí la carta, escrita en una cuartilla por los dos lados (al pinchar se ve más grande). No voy a ir de niño prodigio pero pensaba que a los 13 años escribía un poco mejor, hay acentos mal puestos por todos lados, repeticiones y la sintaxis es discutible. Me excuso pensando que con el tono solemne perdí la frescura. La letra, para mi sorpresa, es mejor de lo que recordaba y más comprensible que la que tengo ahora. En la cara A del entrañable documento intento conmover al señor Dón (con acento en la o) José Arocha para que levante el castigo a su hija. Algunos argumentos son ahora incomprensibles: no recordamos quienes son esos elementos ajenos a 8º A que querían meterse con "ellas" (en plural), y desconocemos también -aunque parece que Don José Arocha sí lo sabe- los motivos por los que esos otros individuos también se han quedado sin viaje. Luego intento tocar su fibra sentimental (llevamos diez años juntos) y concluyo con una reflexión dramática un poco exagerada: algunos de nosotros nunca nos volveremos a ver. Pero ni por esas logramos conmover a Dón José.



La cara B me emocionó aún más. Ahí están las firmas de 37 compañeros de clase, todos probablemente. Algunas son ilegibles, pero ahí leo claramente los nombres de Giuseppe, el de Mariano, el de Pilar, el de Sandra, el de Francisco, el de Miguelito (que firmaba con el diminutivo), el de Miguel Acosta (que firmaba con un apellido), el de Sonia Vega (que firma con los dos), de nuestra querida Laura, de la que nos acordamos con tanto cariño, y los de muchos más...



Este verano estuve en París y contemplé el Código de Hammurabi en el Museo del Louvre. Es un documento único, las primeras leyes escritas por el hombre. Unos meses atrás, en el British Museum de Londres, me impresionó también la piedra de Rosetta, el código que permitió descifrar los grandes lenguajes de la antigüedad. Son dos objetos clave en la historia de la humanidad, esa en la que un hombre, una mujer, tú, yo y los otros somos una parte infinitesimal. Pero en nuestra pequeñez también somos seres únicos con una historia marcadas por acontecimientos, decisiones grandes o pequeñas y por objetos relevantes. Algunos, por su valor intrínsico, como el documento que acredita un título académico o la hipoteca con la que nos comprometemos por decenas de años. Otros, por su valor sentimental, como esta carta que junto al diploma de la guardería y a la batalla de los 10.000 soldados ocupa ya una vitrina muy destacada en el museo de mi vida.