lunes, 13 de mayo de 2013

La lavandería de la marmota

Cuando llamaba por teléfono a un compañero del instituto en Tenerife y no estaba en casa, porque entonces todavía se llamaba a las casas, su madre tenía la costumbre de responder siempre con las mismas palabras. La conversación se desarrollaba invariablemente así: "¿Hola, está fulano?" Y ella contestaba con un acento peninsular que nos hacía bastante gracia: "Pues no". Mi amigo Manolo, que es lo que coloquialmente se conoce como un cachondo mental, se había dado cuenta de esta circunstancia y cada vez que por la ventana veía a mi compañero salir a la calle -vivíamos todos en el mismo barrio- corría hacia el teléfono, marcaba su número y preguntaba por él, para regocijarse al escuchar siempre la misma respuesta. Creo que a veces tenía que colgar del ataque de risa que le daba.

Esta perversión de mi amigo Manolo, que yo también compartía aunque no de forma tan morbosa, puede parecer pueril, y de hecho es lo que es. A los niños pequeños les encantan las repeticiones y supongo que eso tiene que ver con que nuestro cerebro es mucho más obsesivo durante la infancia. Como les guste una película encuentran mayor placer en verla cien veces, que desde luego en ver cien películas distintas. Con la edad nos va gustando más la variedad, aunque algunos sigamos teniendo para eso un cerebro bastante infantil y prefiramos en general la película, el libro o la canción que nos emocionaron, antes que las de las listas de novedades.

Yo personalmente encuentro un placer extraordinario en escuchar a determinadas personas, a las que saben contar historias como mi madre, relatar cien veces la misma cosa y me encanta, por ejemplo, entrevistar a un personaje y darme cuenta que me está contestando exactamente lo mismo que ya dijo en otra entrevista que yo había leído para prepararme el encuentro. Cuando oigo esas palabras ya conocidas, me da la sensación de que la entrevista va bien, de que el personaje está siendo él mismo, de que no es un impostor, de que he raspado en algo muy permanente de su caracter cuando después de tanto tiempo el tipo sigue repitiendo la misma frase.

Un día diseñé junto a mi hermana Bea, que tiene un cerebro bastante parecido al mío, un pasatiempo muy recomendable que solo se puede jugar con la colaboración involuntaria de familiares o gente muy conocida. Se juega por turnos y consiste en apostar que, si se le saca determinado tema de conversación a determinada persona, esta acabará, indefectiblemente, contando determinada historia. Les pongo un ejemplo: mi hermana apostó a que si en presencia de mi madre hablaba del rey Jorge VI de Inglaterra, de quien luego se hizo la película El discurso del Rey, ella acabaría contando que una de sus aficiones era hacer punto. Las frases gancho deben ser sutiles, el juego no tendría gracia si en este caso le preguntáramos directamente a mi madre por las aficiones del monarca. Y la intriga que se genera durante ese rato en que sientes cómo el cerebro del participante involuntario, estimulado el anzuelo, pugna por escupir o no la anécdota que esperas es simplemente delicioso.

Me viene ahora a la cabeza el caso de un primo de mi abuela que nos visitaba con mucha frecuencia y que, siendo compasivos, era bastante pesado. Su especialidad era contar chistes, en general malos, y todos los años repetía, como plato fuerte de su repertorio, uno de un tipo cuyo hijo supuestamente se había copiado en un examen y que acudía al profesor para protestar. "¿Y cómo sabe que se copió mi hijo del de al lado y no el compañero de él?", preguntaba. Y el profesor le respondía: "Porque tiene todas las preguntas igual pero en la última su compañero pone 'no lo sé' y su hijo 'yo tampoco".

Pues bueno, cuando ya este pariente era muy mayor fuimos a verlo a la residencia de ancianos mi abuelo, mi primo Nacho Durbán -a quien adoraba- y un servidor. Lo encontramos ya cascadillo, pero aún con buen humor, coqueteando con las enfermeras y pidiendo desesperado un cigarro, porque allí estaba prohibido fumar. La visita fue entretenida, pero ya nos íbamos a ir y mi abuelo, mi primo y yo nos sentíamos muy decepcionados. Quizá fuera lo última vez que viéramos a aquel hombre y no se arrancaba a contarnos el cuento que nos había fastidiado escuchar tantas veces.

Ya nos habíamos resignado cuando de pronto, ya en la despedida, nuestro pariente levantó la cabeza y escuchamos aquella frase que usaba como gancho de sus intervenciones más plomizas: "Esperen, que les voy a contar un chiste finísimo...". Nos quedamos paralizados. ¿Sería posible? Y sí, era posible. Cantó la cigarra, se abrieron los cielos, y el tipo empezó a contar el chiste del alumno suspendido. Mi abuelo nunca me lanzó una sonrisa tan cómplice como en aquel instante, mezcla de "misión cumplida" y de "ahora ya me puedo morir tranquilo". En mi primo ni me fijé. Si se hubieran cruzado nuestras miradas nos hubiéramos partido de risa antes que se acabara el chiste. Desde aquel día digo, en honor de la gente muy pesada, que una historia contada cien veces es un coñazo, pero cuando se cuenta mil puede convertirse en entrañable.

Pues fíjate que hay una frase, o mejor tres, que escucho cada semana aquí en el DF y están ganado puntos para formar parte de esa fonoteca de expresiones entrañables. Cada sábado voy a llevar la colada a lavandería y según pongo la ropa en la báscula la encargada muy seria toma un formulario y me pregunta siempre lo mismo: "¿Me recuerda su nombre?". Luego me dice cuánto es (eso sí varía cada vez, porque está en función del peso de la colada) y me lanza su segunda frase infalible: "Va a pagar ahorita o en la tarde". Por último, como despedida, me suelta un jovial "que esté muy bien". Jamás, pudo jurarlo, ha cambiado esta buena mujer una coma de su guion. Y tengo que decir que me sentiré muy defraudado si algún día -y va tocando porque llevo aquí año y medio- se aprende de una vez mi nombre y me quedo sin escuchar el primer movimiento de su repetitiva sinfonía de frases previsibles.

Y miren por dónde, se me acaba de ocurrir una idea divertida. ¿Se acuerdan de Atrapado en el tiempo, aquella extraordinaria comedia de Bill Murray y Andie McDowell que en otros países se llamó El día de la marmota? El tipo se despertaba siempre el mismo día y ya se sabía de memoria lo que iba a pasar, algo que en principio puede resultar un planazo, pero que a la larga acaba desesperando a un santo. Pues miren, voy a buscar al amigo o amiga más crédulo que tenga aquí en el DF, voy a quedar con él cerca de la lavandería y le voy a tratar de convencer, con expresión desesperada, de que me está pasando lo mismo que a Bill Murray. ¿Que no se lo cree? Pues ya verá. Voy a entrar en la lavandería  y la señora me va a recibir con un "me recuerda su nombre". Luego me va a preguntar si quiero pagar después o ahorita. Y para concluir me va a despedir con un amable "que esté muy bien". ¿Picará alguien con esta historia? Yo no me la creería. Pero saldría del local bastante mosqueado.

PS: Puesfijate no es muy partidario de la cámara oculta. Pero en este caso he decidido incluir un documento grabado de forma clandestina para demostrar la veracidad de la historia.