Cuando hice las pruebas para hacer el máster de periodismo de El País, hace ya 17 años, me preguntaron sobre qué haría en ese momento un reportaje. Recuerdo
la respuesta, pero me da tanta vergüenza ajena que no la voy a transcribir
aquí. Luego he participado en las pruebas de selección de alumnos de las
siguientes promociones y la pregunta se sigue haciendo. Tengo claro que vetaría
a los que dieran una contestación como la mía, aunque también digo dos cosas en
mi defensa: hay respuestas mucho más bochornosas y yo tampoco he resultado tan
mal, creo.
Pues bueno, el otro día andaba pensando qué reportajes haría
yo sobre México y se me ocurrieron tres que seguramente nunca haré, porque me
parecen de complejísima ejecución y más propios de un libro
de curiosidades, tipo el mítico Sucesos de Isaac Asimov, que de un periódico. Uno de ellos ya
lo enuncié aquí el otro día: ¿Por qué en el DF llueve siempre de la mismamanera? (que tanto me gusta, por cierto). Los otros dos son de índole económica
y puede incluso estar relacionados. Ahí van: ¿por qué nadie tiene nunca
cambio? y ¿cómo es posible que todo lo que venden en el metro valga diez pesos?
Ahora que los releo me parece que suenan a preguntas de esas
que hacen los niños cuando empiezan a explicarse el mundo, tipo ¿significa algo
que mi dedo índice encaje exactamente en el agujero de mi nariz? Pero no lo
duden, en las preguntas infantiles, no contaminadas aún el retorcimiento de la
edad adulta, se encierra probablemente la verdad del sentido del universo y
quizá sean los únicos enigmas que merece la pena desentrañar.
Después de esta reivindicación un tanto demagógica de la
infancia, prosigo. Lo de la falta de cambio en México creo que forma parte de
esas tradiciones entrañables que llevaron a Carlos Monsiváis a decir que Kafka aquí sería un escritor costumbrista. Uno pilla un taxi para una carrera que
previsiblemente va a costar 70 pesos y cuando llega al destino con frecuencia
el taxista no tiene cambio para un billete de cien, pese a que dar 30 pesos de
vuelto era algo que entraba dentro de lo totalmente previsible. Pero no, el
hombre se te queda mirando con un gesto mezcla de contrariedad, porque a los
mexicanos no les gusta defraudar al prójimo, e impotencia, como de “qué me hace
usted”… Para que me entiendan los españoles: la misma que te pondría el tipo del
kiosko si fueras a pagar un chicle con un billete de 50 euros.
Lo de la venta ambulante en el metro es sin duda una de las
cosas que más llama la atención a los visitantes, al menos a mí y a mis padres,
que forman el pequeño universo de muestreo en el que baso esta afirmación.
Ordenadamente, en cada estación se sube un vendedor que ofrece a grito pelado
un producto que infaliblemente vale 10 pesos. No sé si me sorprende más la
variedad de la oferta –chicles, cds con toda la discografía de los Beatles,
cortadores de uñas, unas barras que parecen turrón, vídeos donde se explica la
verdadera conspiración detrás del 11-S, libretos con el nuevo código penal - o
el hecho de que, por muy bizarra que sea la mercancía, consigan compradores en
casi todos los vagones.
Otro aspecto muy curioso de este comercio subterráneo es la
letanía que recitan los vendedores, siempre la misma, entonada con soniquete de
los antiguos pregoneros de pueblo que empieza diciendo “señores usuarios, en
esta ocasión les traigo a la venta…” y concluye con un “diez pesos le vale,
diez pesos le cuesta”, sin duda un guiño machadiano sobre aquel
verso de “todo necio confunde valor y precio”. No sé quién inventó la cantinela
pero ha pegado duro, sin duda es el hit chilango que más suena en la ciudad,
por delante de Las Mañanitas y de cualquier otra canción que se les ocurra. Si
hubiera, que habrá, un Pulitzer o algo parecido de márketing ese eslogan sería
buen candidato por extendido, pegadizo y eficaz.
Pero no desviemos el tiro. A mí lo que me sorprende de
verdad es que todo cueste diez pesos. Ya sé que en España había en tiempos
tiendas de Todo a Cien, que luego se convirtieron en Todo a un Euro, aunque en
realidad el precio luego se matizaba a “todo desde un euro”. Pero la oferta era
mucho menos variada, no incluía comida, ni textos legales, ni música o cine
pirateados. Y hay otro extremo que también me intriga. Aquí hay inflación, aunque
no mucha. Pero por lo que me cuentan mis amigos chilangos las cosas ya valían
diez pesos hace años. Y entonces se abren dos posibilidades. Una, que los
vendedores cada año pierdan un poquito de margen en las transacciones. Y dos,
que la mercancía sea cada vez más cutrilla: que la barra de turrón mida dos
milímetros menos que el año pasado, o que las tijeras corten un poquito peor.
Me quedo con la primera aunque dará igual que pasen 20 años porque supongo que los objetos serán tan baratos en origen que el margen seguirá siendo estratosférico y lo de los diez pesos no es sino una convención para hacer más fáciles las transacciones. O sea, que si hubiera una devaluación y el peso pasara a valer la mitad, la infalible fórmula de todo a diez pesos perviviría, flotando triunfadora sobre cualquier turbulencia económica.
Y ahora que escribo estas líneas se me ocurre una idea
genial que podría explicar simultáneamente los dos enigmas de los que hablo en
este post: ¿No será que todas esas monedas que le faltan al taxista para darme
el cambio están atrapadas en el subsuelo engrasando esa maquinaria perfecta,
eterna e imbatible de la economía de los diez pesos? Ahí lo dejo por si un
redactor joven, con agallas y energía quiere hacer el reportaje.