lunes, 22 de abril de 2013

Dos misterios de la economía mexicana


Cuando hice las pruebas para hacer el máster de periodismo de El País, hace ya 17 años, me preguntaron sobre qué haría en ese momento un reportaje. Recuerdo la respuesta, pero me da tanta vergüenza ajena que no la voy a transcribir aquí. Luego he participado en las pruebas de selección de alumnos de las siguientes promociones y la pregunta se sigue haciendo. Tengo claro que vetaría a los que dieran una contestación como la mía, aunque también digo dos cosas en mi defensa: hay respuestas mucho más bochornosas y yo tampoco he resultado tan mal, creo.

Pues bueno, el otro día andaba pensando qué reportajes haría yo sobre México y se me ocurrieron tres que seguramente nunca haré, porque me parecen de complejísima ejecución y más propios de un libro de curiosidades, tipo el mítico Sucesos de Isaac  Asimov, que de un periódico. Uno de ellos ya lo enuncié aquí el otro día: ¿Por qué en el DF llueve siempre de la mismamanera? (que tanto me gusta, por cierto). Los otros dos son de índole económica y puede incluso estar relacionados. Ahí van: ¿por qué nadie tiene nunca cambio? y ¿cómo es posible que todo lo que venden en el metro valga diez pesos?

Ahora que los releo me parece que suenan a preguntas de esas que hacen los niños cuando empiezan a explicarse el mundo, tipo ¿significa algo que mi dedo índice encaje exactamente en el agujero de mi nariz? Pero no lo duden, en las preguntas infantiles, no contaminadas aún el retorcimiento de la edad adulta, se encierra probablemente la verdad del sentido del universo y quizá sean los únicos enigmas que merece la pena desentrañar. 

Después de esta reivindicación un tanto demagógica de la infancia, prosigo. Lo de la falta de cambio en México creo que forma parte de esas tradiciones entrañables que llevaron a Carlos Monsiváis a decir que Kafka aquí sería un escritor costumbrista. Uno pilla un taxi para una carrera que previsiblemente va a costar 70 pesos y cuando llega al destino con frecuencia el taxista no tiene cambio para un billete de cien, pese a que dar 30 pesos de vuelto era algo que entraba dentro de lo totalmente previsible. Pero no, el hombre se te queda mirando con un gesto mezcla de contrariedad, porque a los mexicanos no les gusta defraudar al prójimo, e impotencia, como de “qué me hace usted”… Para que me entiendan los españoles: la misma que te pondría el tipo del kiosko si fueras a pagar un chicle con un billete de 50 euros.

Lo de la venta ambulante en el metro es sin duda una de las cosas que más llama la atención a los visitantes, al menos a mí y a mis padres, que forman el pequeño universo de muestreo en el que baso esta afirmación. Ordenadamente, en cada estación se sube un vendedor que ofrece a grito pelado un producto que infaliblemente vale 10 pesos. No sé si me sorprende más la variedad de la oferta –chicles, cds con toda la discografía de los Beatles, cortadores de uñas, unas barras que parecen turrón, vídeos donde se explica la verdadera conspiración detrás del 11-S, libretos con el nuevo código penal - o el hecho de que, por muy bizarra que sea la mercancía, consigan compradores en casi todos los vagones.



Otro aspecto muy curioso de este comercio subterráneo es la letanía que recitan los vendedores, siempre la misma, entonada con soniquete de los antiguos pregoneros de pueblo que empieza diciendo “señores usuarios, en esta ocasión les traigo a la venta…” y concluye con un “diez pesos le vale, diez pesos le cuesta”, sin duda un guiño machadiano sobre aquel verso de “todo necio confunde valor y precio”. No sé quién inventó la cantinela pero ha pegado duro, sin duda es el hit chilango que más suena en la ciudad, por delante de Las Mañanitas y de cualquier otra canción que se les ocurra. Si hubiera, que habrá, un Pulitzer o algo parecido de márketing ese eslogan sería buen candidato por extendido, pegadizo y eficaz.

Pero no desviemos el tiro. A mí lo que me sorprende de verdad es que todo cueste diez pesos. Ya sé que en España había en tiempos tiendas de Todo a Cien, que luego se convirtieron en Todo a un Euro, aunque en realidad el precio luego se matizaba a “todo desde un euro”. Pero la oferta era mucho menos variada, no incluía comida, ni textos legales, ni música o cine pirateados. Y hay otro extremo que también me intriga. Aquí hay inflación, aunque no mucha. Pero por lo que me cuentan mis amigos chilangos las cosas ya valían diez pesos hace años. Y entonces se abren dos posibilidades. Una, que los vendedores cada año pierdan un poquito de margen en las transacciones. Y dos, que la mercancía sea cada vez más cutrilla: que la barra de turrón mida dos milímetros menos que el año pasado, o que las tijeras corten un poquito peor.

Me quedo con la primera aunque dará igual que pasen 20 años porque supongo que los objetos serán tan baratos en origen que el margen seguirá siendo estratosférico  y lo de los diez pesos no es sino una convención para hacer más fáciles las transacciones. O sea, que si hubiera una devaluación y el peso pasara a valer la mitad, la infalible fórmula de todo a diez pesos perviviría, flotando triunfadora sobre cualquier turbulencia económica.

Y ahora que escribo estas líneas se me ocurre una idea genial que podría explicar simultáneamente los dos enigmas de los que hablo en este post: ¿No será que todas esas monedas que le faltan al taxista para darme el cambio están atrapadas en el subsuelo engrasando esa maquinaria perfecta, eterna e imbatible de la economía de los diez pesos? Ahí lo dejo por si un redactor joven, con agallas y energía quiere hacer el reportaje.

martes, 16 de abril de 2013

La lluvia civilizada


 Me gusta ver llover, seguramente porque vengo de una tierra seca. Mi abuelo Manolo decía que también le gustaba porque eso nos alejaba de África, en un comentario un poco injusto (hasta mi abuelo era a veces un poco injusto) hacia el continente al que sin duda pertenecemos, al menos geográficamente, los canarios. Me gustaba más una frase totalmente falsa de Buñuel, o al menos citada por él en su libro de memorias: la lluvia hace grandes a las naciones. Una sentencia rotunda y redonda que ignora que algunos de los países más pluviosos de la tierra son también los más miserables.

Nunca llueva a gusto de todos y no llueve de la misma manera en todas partes. En Bilbao caía durante semanas una especie de cortina de agua muy engañosa, el sirimiri, que parecía inofensiva y te acababa traspasando. En Canarias predomina otro tipo de lluvia, con gotas más gruesas, de forma que si una sola te caía en el cuello, te jeringaba. En Panamá descubrí que hace falta otra palabra para describir lo que cae allí y lo que cae en Europa. Un chaparrón que te pilla desprevenido es una ducha con una mangera de agua a presión. Cuando fui, en 2002, no había pronóstico del tiempo en televisión. Porque casi todos los días del año la cantinela habría sido la misma: calor intenso, lluvia inmisericorde.

Pero de todas las maneras de llover que he conocido, la que más me gusta es la de la capital mexicana. Verán, durante siete u ocho meses no llueve nada. Absolutamente nada. No vienen frentes del océano, como en España, entre otras cosas porque la ciudad está rodeada por montañas de hasta 5.000 metros que impedirían el paso de las nubes.

La lluvia, entonces, no llega de ningún sitio. Se genera aquí mismo. Amaga durante unas semanas y de pronto, un día, puede ser en marzo, puede ser en abril, el aire estalla y empieza a llover. Por la tarde. Porque aquí es rarísimo que llueva por la mañana o por la noche. Siempre entre las cuatro y las seis el cielo empieza a poner negrísimo. Se escuchan truenos y empieza a descargar, con una fuerza tal que si te pilla por la calle el efecto puede ser el mismo que el de caerte a una piscina.

La ciudad queda totalmente anegada pero el chaparrón, como las broncas intrascendentes con la gente a la que tenemos cariño, se desvanece igual que vino. En un rato, normalmente una hora o poco más, deja de llover, se vuelven a abrir los cielos y, lo que me parece más milagroso, la acera, la banqueta como dicen aquí, queda seca en muy poco tiempo.

Hace unas semanas estuvieron por aquí mis padres. Esperaba que les tocara una buena tormenta porque como los tacos, la escuela de perros de La Condesa o la Catedral Metropolitana, la manera de llover también forma parte de mi México, del que me llama la atención y me gusta enseñar a los visitantes. Quiso querer algunos días, pero no hubo suerte, y me quedé con esa pena. Pero a penas cuatro días después de su marcha, una tarde, claro, el cielo se puso negrísimo y después de caer unos cuantos rayos descargó la primera tormenta de la temporada.

Solo la gente que vive en climas como este, con dos estaciones, húmeda y seca, puede entender el alborozo que produce el primer chaparrón, después de meses. Subí a la azotea del edificio e inspiré profundamente el olor a tierra mojada, que es a los aromas lo que los huevos fritos a la gastronomía: un placer primario e insuperable, por muchos perfumes y platos desconstruidos que se inventen. Y sobre todo, aprecié la profunda educación de esta lluvia chilanga, que viene unos meses para quedarse, llega siempre a la misma hora, ciega el cielo y avisa con un par de buenos truenos, cae, a veces con una saña terrible, pero se marcha dejando el aire fresco, todo en su sitio, y no vuelve a molestar hasta el día siguiente. Como las visitas civilizadas.