lunes, 2 de septiembre de 2013

Elogio de la ociosidad periodística

Una de mis lecturas de este verano ha sido, muy oportunamente, Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell. A Russell lo empecé a leer hace más de 20 años y, aunque no estoy de acuerdo en todo con él, lo tengo entre mis escritores favoritos por varias razones. Primero, porque escribe desde el más absoluto sentido común. Segundo, porque es muy actual, porque la materia prima de muchas de sus reflexiones es una realidad tan inmutable como la naturaleza. Tercero, porque le interesaba casi todo y así fue un apasionado de las matemáticas que ganó el premio Nobel de Literatura. Y cuarto porque, para ser un filósofo se le entiende bastante bien. No voy a decir, como André Breton, que "un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo", pero es verdad que muchos textos farragosos y pretendidamente eruditos solo revelan la confusión de ideas de quien los ha escrito y su incapacidad para verbalizarlas.

Sostiene Russell en su ensayo, escrito en 1932, que trabajamos demasiado. Que mientras una parte de la humanidad se ve obligada a trabajar muchas horas, al resto se le deja morir de hambre por falta de empleo. Que con una organización sensata podríamos mantener un razonable bienestar para la población con solo cuatro horas de trabajo al día (quizá esto implicaría renunciar a muchos de nuestros lujos superfluos, multiplicados geométricamente desde la publicación del ensayo, pero de paso le daríamos un respiro a un planeta al borde del colapaso por nuestros caprichos). Que como no estaríamos tan cansados, cambiaríamos las distracciones pasivas e insípidas a las que nos entregamos agotados, por aficiones más gratificantes, como la pintura, la escritura, la música, la jardinería o la mejor de todas, el cultivo de saberes inútiles. Y que como consecuencia de todo esto aumentaría nuestra felicidad y alegría de vivir.

Lo de un mundo planificado para que la gente trabaje cuatro horas me suena a pesadilla futurista tipo 1984. Pero me convence su llamada a apreciar y disfrutar más de nuestro tiempo libre. Incluso hay un argumento para atraer hacia esa idea a los fanáticos de la ética de la laboriosidad: el ocio también es productivo. Los griegos hicieron grandes contribuciones al progreso material de la humanidad (y las artes, que son otra forma de progreso) precisamente porque fueron uno de los primeros pueblos en los que una parte notable de la población disponía de tiempo libre. Tuvieron ese privilegio por que contaban con mano de obra esclava, pero como dice Russell con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio sin menoscabo para la civilización. Se dice que Arquímedes descubrió el principio que lleva su nombre mientras estaba en la bañera porque era el lugar idóneo para cavilar sobre cómo se comportan los cuerpos sumergidos en fluidos. Pero estoy seguro de que también contribuyó a su descubrimiento el encontrar, flotando en el agua tibia, ese momento de relajación en el que, como después de una siesta, nuestras neuronas se reacomodan y producen las ideas geniales.

Nunca he entendido por qué se insiste tanto, incluso con argumentos científicos, en los periodos de descanso de determinados trabajadores de alta precisión, como los jugadores de fútbol, los músicos de una orquesta sinfónica o los controladores aéreos, mientras en otras profesiones, donde se busca igualmente la excelencia, se celebran las jornadas de 14 horas diarias. Dice Russell en otros de sus ensayos, La conquista de la felicidad, que prescribiría vacaciones obligatorias a quien no quisiera tomarse unos días de asueto alegando que su trabajo es muy importante, y que no puede permitirse el lujo de interrumpirlo. La medida me parece imprescindible y la incluiría mañana en la parte no negociable del Estatuto de los Trabajadores. Elogiar la ociosidad no es elogiar la vagancia. Pero a veces causa tantos problemas el gandul como el que, con toda su buena fe, no se da cuenta de que su nivel de estrés ha superado todos los límites y se ha convertido en contraproducente, para su trabajo y a veces para el de sus compañeros. He conocido excelentes profesionales extremadamente activos pero creo que, sin excepción, habrían sido aún mejores si hubieran trabajado algo menos y hubieran aprovechado ese tiempo libre para sumergirse un poco más en la bañera de Arquímedes.

En parte es lógico que uno de los oficios que más se flagele con el látigo de la laboriosidad sea el de los periodistas. Porque además de un trabajo es una forma de ver el mundo y esas gafas son permanentes y no nos las podemos quitar cuando salimos de la oficina. Además trabajamos con materiales muy particulares, las noticias, que por definición no sabemos cuando se van a producir. De hecho las más importantes son justamente las más inesperadas. Eso hace que sea imposible tener horarios rígidos: si se cae un avión justo cuando salimos del periódico nos toca cancelar todos los compromisos y darnos la vuelta. Y en el fondo, como nos reprochan las personas con las que habíamos quedado, eso nos gusta y es uno de los encantos de la profesión.

Pero hay otro motivo, este sí específico, para reivindicar el ocio en este oficio de masoquistas. El dueño de una fábrica de chinchetas, si las leyes laborales lo permitieran, podría dar a sus empleados solo el tiempo libre justo para que recuperaran las fuerzas y siguieran trabajando. Porque la materia prima que utilizan es el aluminio. Pero un empresario de la información no puede hacer eso. Porque la materia prima que utilizan los periodistas es justamente la vida. Y para hacer bien nuestro trabajo tenemos que pisar la calle, ir al mercado, al cine, leer, tomar el vermú, enamorarnos, desengañarnos, hablar con el portero, con el taxista y con la señora del kiosco. Es importante seguir a otros colegas en la radio, en la televisión, en Twitter o en los periódicos. Pero los medios son también espejos deformados de lo que hay fuera y saber en qué consiste esa deformación es parte de nuestro oficio. La realidad, la que queremos contar a nuestros lectores, hay que salir a buscarla. Hay que vivirla.

Russell concluye su ensayo con otro argumento que suena ingenuo, pero que merece una reflexión. Dice que si estuviéramos más descansados "los hombres y las mujeres corrientes llegaríamos a ser más bondadosos, menos inoportunos e inclinados a mirar a los demás con suspicacia". Y que "el buen carácter, de todas las cualidades morales, es la que más necesita el mundo". En eso la situación no ha cambiado en los 81 años transcurridos desde la publicación del ensayo. Quizá hoy volvamos a trabajar 14 horas. Pero, al menos mientras lo leo, yo le doy la razón al filósofo.