lunes, 2 de septiembre de 2013

Elogio de la ociosidad periodística

Una de mis lecturas de este verano ha sido, muy oportunamente, Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell. A Russell lo empecé a leer hace más de 20 años y, aunque no estoy de acuerdo en todo con él, lo tengo entre mis escritores favoritos por varias razones. Primero, porque escribe desde el más absoluto sentido común. Segundo, porque es muy actual, porque la materia prima de muchas de sus reflexiones es una realidad tan inmutable como la naturaleza. Tercero, porque le interesaba casi todo y así fue un apasionado de las matemáticas que ganó el premio Nobel de Literatura. Y cuarto porque, para ser un filósofo se le entiende bastante bien. No voy a decir, como André Breton, que "un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo", pero es verdad que muchos textos farragosos y pretendidamente eruditos solo revelan la confusión de ideas de quien los ha escrito y su incapacidad para verbalizarlas.

Sostiene Russell en su ensayo, escrito en 1932, que trabajamos demasiado. Que mientras una parte de la humanidad se ve obligada a trabajar muchas horas, al resto se le deja morir de hambre por falta de empleo. Que con una organización sensata podríamos mantener un razonable bienestar para la población con solo cuatro horas de trabajo al día (quizá esto implicaría renunciar a muchos de nuestros lujos superfluos, multiplicados geométricamente desde la publicación del ensayo, pero de paso le daríamos un respiro a un planeta al borde del colapaso por nuestros caprichos). Que como no estaríamos tan cansados, cambiaríamos las distracciones pasivas e insípidas a las que nos entregamos agotados, por aficiones más gratificantes, como la pintura, la escritura, la música, la jardinería o la mejor de todas, el cultivo de saberes inútiles. Y que como consecuencia de todo esto aumentaría nuestra felicidad y alegría de vivir.

Lo de un mundo planificado para que la gente trabaje cuatro horas me suena a pesadilla futurista tipo 1984. Pero me convence su llamada a apreciar y disfrutar más de nuestro tiempo libre. Incluso hay un argumento para atraer hacia esa idea a los fanáticos de la ética de la laboriosidad: el ocio también es productivo. Los griegos hicieron grandes contribuciones al progreso material de la humanidad (y las artes, que son otra forma de progreso) precisamente porque fueron uno de los primeros pueblos en los que una parte notable de la población disponía de tiempo libre. Tuvieron ese privilegio por que contaban con mano de obra esclava, pero como dice Russell con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio sin menoscabo para la civilización. Se dice que Arquímedes descubrió el principio que lleva su nombre mientras estaba en la bañera porque era el lugar idóneo para cavilar sobre cómo se comportan los cuerpos sumergidos en fluidos. Pero estoy seguro de que también contribuyó a su descubrimiento el encontrar, flotando en el agua tibia, ese momento de relajación en el que, como después de una siesta, nuestras neuronas se reacomodan y producen las ideas geniales.

Nunca he entendido por qué se insiste tanto, incluso con argumentos científicos, en los periodos de descanso de determinados trabajadores de alta precisión, como los jugadores de fútbol, los músicos de una orquesta sinfónica o los controladores aéreos, mientras en otras profesiones, donde se busca igualmente la excelencia, se celebran las jornadas de 14 horas diarias. Dice Russell en otros de sus ensayos, La conquista de la felicidad, que prescribiría vacaciones obligatorias a quien no quisiera tomarse unos días de asueto alegando que su trabajo es muy importante, y que no puede permitirse el lujo de interrumpirlo. La medida me parece imprescindible y la incluiría mañana en la parte no negociable del Estatuto de los Trabajadores. Elogiar la ociosidad no es elogiar la vagancia. Pero a veces causa tantos problemas el gandul como el que, con toda su buena fe, no se da cuenta de que su nivel de estrés ha superado todos los límites y se ha convertido en contraproducente, para su trabajo y a veces para el de sus compañeros. He conocido excelentes profesionales extremadamente activos pero creo que, sin excepción, habrían sido aún mejores si hubieran trabajado algo menos y hubieran aprovechado ese tiempo libre para sumergirse un poco más en la bañera de Arquímedes.

En parte es lógico que uno de los oficios que más se flagele con el látigo de la laboriosidad sea el de los periodistas. Porque además de un trabajo es una forma de ver el mundo y esas gafas son permanentes y no nos las podemos quitar cuando salimos de la oficina. Además trabajamos con materiales muy particulares, las noticias, que por definición no sabemos cuando se van a producir. De hecho las más importantes son justamente las más inesperadas. Eso hace que sea imposible tener horarios rígidos: si se cae un avión justo cuando salimos del periódico nos toca cancelar todos los compromisos y darnos la vuelta. Y en el fondo, como nos reprochan las personas con las que habíamos quedado, eso nos gusta y es uno de los encantos de la profesión.

Pero hay otro motivo, este sí específico, para reivindicar el ocio en este oficio de masoquistas. El dueño de una fábrica de chinchetas, si las leyes laborales lo permitieran, podría dar a sus empleados solo el tiempo libre justo para que recuperaran las fuerzas y siguieran trabajando. Porque la materia prima que utilizan es el aluminio. Pero un empresario de la información no puede hacer eso. Porque la materia prima que utilizan los periodistas es justamente la vida. Y para hacer bien nuestro trabajo tenemos que pisar la calle, ir al mercado, al cine, leer, tomar el vermú, enamorarnos, desengañarnos, hablar con el portero, con el taxista y con la señora del kiosco. Es importante seguir a otros colegas en la radio, en la televisión, en Twitter o en los periódicos. Pero los medios son también espejos deformados de lo que hay fuera y saber en qué consiste esa deformación es parte de nuestro oficio. La realidad, la que queremos contar a nuestros lectores, hay que salir a buscarla. Hay que vivirla.

Russell concluye su ensayo con otro argumento que suena ingenuo, pero que merece una reflexión. Dice que si estuviéramos más descansados "los hombres y las mujeres corrientes llegaríamos a ser más bondadosos, menos inoportunos e inclinados a mirar a los demás con suspicacia". Y que "el buen carácter, de todas las cualidades morales, es la que más necesita el mundo". En eso la situación no ha cambiado en los 81 años transcurridos desde la publicación del ensayo. Quizá hoy volvamos a trabajar 14 horas. Pero, al menos mientras lo leo, yo le doy la razón al filósofo.

lunes, 13 de mayo de 2013

La lavandería de la marmota

Cuando llamaba por teléfono a un compañero del instituto en Tenerife y no estaba en casa, porque entonces todavía se llamaba a las casas, su madre tenía la costumbre de responder siempre con las mismas palabras. La conversación se desarrollaba invariablemente así: "¿Hola, está fulano?" Y ella contestaba con un acento peninsular que nos hacía bastante gracia: "Pues no". Mi amigo Manolo, que es lo que coloquialmente se conoce como un cachondo mental, se había dado cuenta de esta circunstancia y cada vez que por la ventana veía a mi compañero salir a la calle -vivíamos todos en el mismo barrio- corría hacia el teléfono, marcaba su número y preguntaba por él, para regocijarse al escuchar siempre la misma respuesta. Creo que a veces tenía que colgar del ataque de risa que le daba.

Esta perversión de mi amigo Manolo, que yo también compartía aunque no de forma tan morbosa, puede parecer pueril, y de hecho es lo que es. A los niños pequeños les encantan las repeticiones y supongo que eso tiene que ver con que nuestro cerebro es mucho más obsesivo durante la infancia. Como les guste una película encuentran mayor placer en verla cien veces, que desde luego en ver cien películas distintas. Con la edad nos va gustando más la variedad, aunque algunos sigamos teniendo para eso un cerebro bastante infantil y prefiramos en general la película, el libro o la canción que nos emocionaron, antes que las de las listas de novedades.

Yo personalmente encuentro un placer extraordinario en escuchar a determinadas personas, a las que saben contar historias como mi madre, relatar cien veces la misma cosa y me encanta, por ejemplo, entrevistar a un personaje y darme cuenta que me está contestando exactamente lo mismo que ya dijo en otra entrevista que yo había leído para prepararme el encuentro. Cuando oigo esas palabras ya conocidas, me da la sensación de que la entrevista va bien, de que el personaje está siendo él mismo, de que no es un impostor, de que he raspado en algo muy permanente de su caracter cuando después de tanto tiempo el tipo sigue repitiendo la misma frase.

Un día diseñé junto a mi hermana Bea, que tiene un cerebro bastante parecido al mío, un pasatiempo muy recomendable que solo se puede jugar con la colaboración involuntaria de familiares o gente muy conocida. Se juega por turnos y consiste en apostar que, si se le saca determinado tema de conversación a determinada persona, esta acabará, indefectiblemente, contando determinada historia. Les pongo un ejemplo: mi hermana apostó a que si en presencia de mi madre hablaba del rey Jorge VI de Inglaterra, de quien luego se hizo la película El discurso del Rey, ella acabaría contando que una de sus aficiones era hacer punto. Las frases gancho deben ser sutiles, el juego no tendría gracia si en este caso le preguntáramos directamente a mi madre por las aficiones del monarca. Y la intriga que se genera durante ese rato en que sientes cómo el cerebro del participante involuntario, estimulado el anzuelo, pugna por escupir o no la anécdota que esperas es simplemente delicioso.

Me viene ahora a la cabeza el caso de un primo de mi abuela que nos visitaba con mucha frecuencia y que, siendo compasivos, era bastante pesado. Su especialidad era contar chistes, en general malos, y todos los años repetía, como plato fuerte de su repertorio, uno de un tipo cuyo hijo supuestamente se había copiado en un examen y que acudía al profesor para protestar. "¿Y cómo sabe que se copió mi hijo del de al lado y no el compañero de él?", preguntaba. Y el profesor le respondía: "Porque tiene todas las preguntas igual pero en la última su compañero pone 'no lo sé' y su hijo 'yo tampoco".

Pues bueno, cuando ya este pariente era muy mayor fuimos a verlo a la residencia de ancianos mi abuelo, mi primo Nacho Durbán -a quien adoraba- y un servidor. Lo encontramos ya cascadillo, pero aún con buen humor, coqueteando con las enfermeras y pidiendo desesperado un cigarro, porque allí estaba prohibido fumar. La visita fue entretenida, pero ya nos íbamos a ir y mi abuelo, mi primo y yo nos sentíamos muy decepcionados. Quizá fuera lo última vez que viéramos a aquel hombre y no se arrancaba a contarnos el cuento que nos había fastidiado escuchar tantas veces.

Ya nos habíamos resignado cuando de pronto, ya en la despedida, nuestro pariente levantó la cabeza y escuchamos aquella frase que usaba como gancho de sus intervenciones más plomizas: "Esperen, que les voy a contar un chiste finísimo...". Nos quedamos paralizados. ¿Sería posible? Y sí, era posible. Cantó la cigarra, se abrieron los cielos, y el tipo empezó a contar el chiste del alumno suspendido. Mi abuelo nunca me lanzó una sonrisa tan cómplice como en aquel instante, mezcla de "misión cumplida" y de "ahora ya me puedo morir tranquilo". En mi primo ni me fijé. Si se hubieran cruzado nuestras miradas nos hubiéramos partido de risa antes que se acabara el chiste. Desde aquel día digo, en honor de la gente muy pesada, que una historia contada cien veces es un coñazo, pero cuando se cuenta mil puede convertirse en entrañable.

Pues fíjate que hay una frase, o mejor tres, que escucho cada semana aquí en el DF y están ganado puntos para formar parte de esa fonoteca de expresiones entrañables. Cada sábado voy a llevar la colada a lavandería y según pongo la ropa en la báscula la encargada muy seria toma un formulario y me pregunta siempre lo mismo: "¿Me recuerda su nombre?". Luego me dice cuánto es (eso sí varía cada vez, porque está en función del peso de la colada) y me lanza su segunda frase infalible: "Va a pagar ahorita o en la tarde". Por último, como despedida, me suelta un jovial "que esté muy bien". Jamás, pudo jurarlo, ha cambiado esta buena mujer una coma de su guion. Y tengo que decir que me sentiré muy defraudado si algún día -y va tocando porque llevo aquí año y medio- se aprende de una vez mi nombre y me quedo sin escuchar el primer movimiento de su repetitiva sinfonía de frases previsibles.

Y miren por dónde, se me acaba de ocurrir una idea divertida. ¿Se acuerdan de Atrapado en el tiempo, aquella extraordinaria comedia de Bill Murray y Andie McDowell que en otros países se llamó El día de la marmota? El tipo se despertaba siempre el mismo día y ya se sabía de memoria lo que iba a pasar, algo que en principio puede resultar un planazo, pero que a la larga acaba desesperando a un santo. Pues miren, voy a buscar al amigo o amiga más crédulo que tenga aquí en el DF, voy a quedar con él cerca de la lavandería y le voy a tratar de convencer, con expresión desesperada, de que me está pasando lo mismo que a Bill Murray. ¿Que no se lo cree? Pues ya verá. Voy a entrar en la lavandería  y la señora me va a recibir con un "me recuerda su nombre". Luego me va a preguntar si quiero pagar después o ahorita. Y para concluir me va a despedir con un amable "que esté muy bien". ¿Picará alguien con esta historia? Yo no me la creería. Pero saldría del local bastante mosqueado.

PS: Puesfijate no es muy partidario de la cámara oculta. Pero en este caso he decidido incluir un documento grabado de forma clandestina para demostrar la veracidad de la historia.

lunes, 22 de abril de 2013

Dos misterios de la economía mexicana


Cuando hice las pruebas para hacer el máster de periodismo de El País, hace ya 17 años, me preguntaron sobre qué haría en ese momento un reportaje. Recuerdo la respuesta, pero me da tanta vergüenza ajena que no la voy a transcribir aquí. Luego he participado en las pruebas de selección de alumnos de las siguientes promociones y la pregunta se sigue haciendo. Tengo claro que vetaría a los que dieran una contestación como la mía, aunque también digo dos cosas en mi defensa: hay respuestas mucho más bochornosas y yo tampoco he resultado tan mal, creo.

Pues bueno, el otro día andaba pensando qué reportajes haría yo sobre México y se me ocurrieron tres que seguramente nunca haré, porque me parecen de complejísima ejecución y más propios de un libro de curiosidades, tipo el mítico Sucesos de Isaac  Asimov, que de un periódico. Uno de ellos ya lo enuncié aquí el otro día: ¿Por qué en el DF llueve siempre de la mismamanera? (que tanto me gusta, por cierto). Los otros dos son de índole económica y puede incluso estar relacionados. Ahí van: ¿por qué nadie tiene nunca cambio? y ¿cómo es posible que todo lo que venden en el metro valga diez pesos?

Ahora que los releo me parece que suenan a preguntas de esas que hacen los niños cuando empiezan a explicarse el mundo, tipo ¿significa algo que mi dedo índice encaje exactamente en el agujero de mi nariz? Pero no lo duden, en las preguntas infantiles, no contaminadas aún el retorcimiento de la edad adulta, se encierra probablemente la verdad del sentido del universo y quizá sean los únicos enigmas que merece la pena desentrañar. 

Después de esta reivindicación un tanto demagógica de la infancia, prosigo. Lo de la falta de cambio en México creo que forma parte de esas tradiciones entrañables que llevaron a Carlos Monsiváis a decir que Kafka aquí sería un escritor costumbrista. Uno pilla un taxi para una carrera que previsiblemente va a costar 70 pesos y cuando llega al destino con frecuencia el taxista no tiene cambio para un billete de cien, pese a que dar 30 pesos de vuelto era algo que entraba dentro de lo totalmente previsible. Pero no, el hombre se te queda mirando con un gesto mezcla de contrariedad, porque a los mexicanos no les gusta defraudar al prójimo, e impotencia, como de “qué me hace usted”… Para que me entiendan los españoles: la misma que te pondría el tipo del kiosko si fueras a pagar un chicle con un billete de 50 euros.

Lo de la venta ambulante en el metro es sin duda una de las cosas que más llama la atención a los visitantes, al menos a mí y a mis padres, que forman el pequeño universo de muestreo en el que baso esta afirmación. Ordenadamente, en cada estación se sube un vendedor que ofrece a grito pelado un producto que infaliblemente vale 10 pesos. No sé si me sorprende más la variedad de la oferta –chicles, cds con toda la discografía de los Beatles, cortadores de uñas, unas barras que parecen turrón, vídeos donde se explica la verdadera conspiración detrás del 11-S, libretos con el nuevo código penal - o el hecho de que, por muy bizarra que sea la mercancía, consigan compradores en casi todos los vagones.



Otro aspecto muy curioso de este comercio subterráneo es la letanía que recitan los vendedores, siempre la misma, entonada con soniquete de los antiguos pregoneros de pueblo que empieza diciendo “señores usuarios, en esta ocasión les traigo a la venta…” y concluye con un “diez pesos le vale, diez pesos le cuesta”, sin duda un guiño machadiano sobre aquel verso de “todo necio confunde valor y precio”. No sé quién inventó la cantinela pero ha pegado duro, sin duda es el hit chilango que más suena en la ciudad, por delante de Las Mañanitas y de cualquier otra canción que se les ocurra. Si hubiera, que habrá, un Pulitzer o algo parecido de márketing ese eslogan sería buen candidato por extendido, pegadizo y eficaz.

Pero no desviemos el tiro. A mí lo que me sorprende de verdad es que todo cueste diez pesos. Ya sé que en España había en tiempos tiendas de Todo a Cien, que luego se convirtieron en Todo a un Euro, aunque en realidad el precio luego se matizaba a “todo desde un euro”. Pero la oferta era mucho menos variada, no incluía comida, ni textos legales, ni música o cine pirateados. Y hay otro extremo que también me intriga. Aquí hay inflación, aunque no mucha. Pero por lo que me cuentan mis amigos chilangos las cosas ya valían diez pesos hace años. Y entonces se abren dos posibilidades. Una, que los vendedores cada año pierdan un poquito de margen en las transacciones. Y dos, que la mercancía sea cada vez más cutrilla: que la barra de turrón mida dos milímetros menos que el año pasado, o que las tijeras corten un poquito peor.

Me quedo con la primera aunque dará igual que pasen 20 años porque supongo que los objetos serán tan baratos en origen que el margen seguirá siendo estratosférico  y lo de los diez pesos no es sino una convención para hacer más fáciles las transacciones. O sea, que si hubiera una devaluación y el peso pasara a valer la mitad, la infalible fórmula de todo a diez pesos perviviría, flotando triunfadora sobre cualquier turbulencia económica.

Y ahora que escribo estas líneas se me ocurre una idea genial que podría explicar simultáneamente los dos enigmas de los que hablo en este post: ¿No será que todas esas monedas que le faltan al taxista para darme el cambio están atrapadas en el subsuelo engrasando esa maquinaria perfecta, eterna e imbatible de la economía de los diez pesos? Ahí lo dejo por si un redactor joven, con agallas y energía quiere hacer el reportaje.

martes, 16 de abril de 2013

La lluvia civilizada


 Me gusta ver llover, seguramente porque vengo de una tierra seca. Mi abuelo Manolo decía que también le gustaba porque eso nos alejaba de África, en un comentario un poco injusto (hasta mi abuelo era a veces un poco injusto) hacia el continente al que sin duda pertenecemos, al menos geográficamente, los canarios. Me gustaba más una frase totalmente falsa de Buñuel, o al menos citada por él en su libro de memorias: la lluvia hace grandes a las naciones. Una sentencia rotunda y redonda que ignora que algunos de los países más pluviosos de la tierra son también los más miserables.

Nunca llueva a gusto de todos y no llueve de la misma manera en todas partes. En Bilbao caía durante semanas una especie de cortina de agua muy engañosa, el sirimiri, que parecía inofensiva y te acababa traspasando. En Canarias predomina otro tipo de lluvia, con gotas más gruesas, de forma que si una sola te caía en el cuello, te jeringaba. En Panamá descubrí que hace falta otra palabra para describir lo que cae allí y lo que cae en Europa. Un chaparrón que te pilla desprevenido es una ducha con una mangera de agua a presión. Cuando fui, en 2002, no había pronóstico del tiempo en televisión. Porque casi todos los días del año la cantinela habría sido la misma: calor intenso, lluvia inmisericorde.

Pero de todas las maneras de llover que he conocido, la que más me gusta es la de la capital mexicana. Verán, durante siete u ocho meses no llueve nada. Absolutamente nada. No vienen frentes del océano, como en España, entre otras cosas porque la ciudad está rodeada por montañas de hasta 5.000 metros que impedirían el paso de las nubes.

La lluvia, entonces, no llega de ningún sitio. Se genera aquí mismo. Amaga durante unas semanas y de pronto, un día, puede ser en marzo, puede ser en abril, el aire estalla y empieza a llover. Por la tarde. Porque aquí es rarísimo que llueva por la mañana o por la noche. Siempre entre las cuatro y las seis el cielo empieza a poner negrísimo. Se escuchan truenos y empieza a descargar, con una fuerza tal que si te pilla por la calle el efecto puede ser el mismo que el de caerte a una piscina.

La ciudad queda totalmente anegada pero el chaparrón, como las broncas intrascendentes con la gente a la que tenemos cariño, se desvanece igual que vino. En un rato, normalmente una hora o poco más, deja de llover, se vuelven a abrir los cielos y, lo que me parece más milagroso, la acera, la banqueta como dicen aquí, queda seca en muy poco tiempo.

Hace unas semanas estuvieron por aquí mis padres. Esperaba que les tocara una buena tormenta porque como los tacos, la escuela de perros de La Condesa o la Catedral Metropolitana, la manera de llover también forma parte de mi México, del que me llama la atención y me gusta enseñar a los visitantes. Quiso querer algunos días, pero no hubo suerte, y me quedé con esa pena. Pero a penas cuatro días después de su marcha, una tarde, claro, el cielo se puso negrísimo y después de caer unos cuantos rayos descargó la primera tormenta de la temporada.

Solo la gente que vive en climas como este, con dos estaciones, húmeda y seca, puede entender el alborozo que produce el primer chaparrón, después de meses. Subí a la azotea del edificio e inspiré profundamente el olor a tierra mojada, que es a los aromas lo que los huevos fritos a la gastronomía: un placer primario e insuperable, por muchos perfumes y platos desconstruidos que se inventen. Y sobre todo, aprecié la profunda educación de esta lluvia chilanga, que viene unos meses para quedarse, llega siempre a la misma hora, ciega el cielo y avisa con un par de buenos truenos, cae, a veces con una saña terrible, pero se marcha dejando el aire fresco, todo en su sitio, y no vuelve a molestar hasta el día siguiente. Como las visitas civilizadas.

martes, 12 de febrero de 2013

Cónclave

Hoy me levanté con la extraordinaria noticia de la renuncia de Benedicto XVI. Recuerdo cuando empezaba en esto del periodismo, y la salud de Juan Pablo II empezaba a declinar, que la noticia más relevante que podíamos concebir en mi trabajo era la posible muerte del Papa. "Pope Dies", bromeábamos cuando alguien venía dando importancia a algún asunto nimio. Luego llegó el 11 de septiembre y nos dimos cuenta de que la información más relevante es, por definición, la que uno no espera, y la que por tanto es imposible de predecir. Eso que el investigador Nassim Nicholas Taleb llama en un interesantísimo ensayo los cisnes negros: acontecimientos no necesariamente malos que cambian la historia y que, al ser imprevisibles, convierten en papel mojado cualquier predicción a más que corto plazo en las llamadas ciencias sociales: la economía, la sociología, la demografía. Cualquier vaticinio sobre la economía del planeta hecha hace 25 años no tenía en cuenta la aparición de un cisne negro como ha sido internet. Cualquier predicción sobre el papel de Estados Unidos en el mundo hecha el 6 de diciembre de 1941 se derrumbó al día siguiente con el cisne negro del ataque a Pearl Harbour. Por eso me río cuando leo los informes que predicen por ejemplo que la población mundial será de se cuantos mil millones el año 2100. Porque de aquí a entonces van a aparecer dos o tres cisnes negros -no me pregunten cuáles, porque si lo supiera, serían blancos- para hacer trizas esos informes.

Bueno, me centro, que como llevo más de un mes sin escribir aquí se me va la mano. Lo que quería decir con todo esto es que la renuncia de un Papa es muchísimo más noticiosa -se parece más a un cisne negro- que su muerte. Porque todos los pontífices se tienen que morir pero este es el primero que renuncia en 700 años desde que lo hiciera el ermitaño Celestino V en 1294. Y la prueba de que es una información más relevante es que cuando falleció Juan Pablo II todos los periódicos del mundo teníamos muchísimas piezas preparadas para dar inmediatamente en la web y lo de hoy, aunque no era del todo inesperado, nos ha pillado sin nada que ofrecer en un primer momento a nuestros voraces lectores.

A mí Benedicto XVI me cae bien, y sé que no es políticamente correcto decirlo en determinados ámbitos. Desde luego es mucho más conservador de lo que me gustaría pero hace tiempo que la gente no me cae bien o mal por lo que opinan -dentro de un límite- sino más bien por lo coherentes que son con lo que piensan. Y este señor, en lo que cabe para un Papa que tiene las ideas que tiene, ha demostrado ser valiente y honesto en muchas cosas, o al menos eso me parece. Pero además le tengo cierto cariño porque fue el protagonista de mi momento más feliz como periodista, hace ahora casi ocho años. Entonces no existía este blog, así que aprovecho ahora para contarlo.

Hace ocho años se produjo al fin esa noticia tan relevante que estábamos esperando y el Papa se murió. El fallecimiento de Juan Pablo II fue un acontecimiento mundial y millones de personas se fueron a despedirlo a Roma. Para mí aquello no tenía demasiado interés periodístico, al margen de la constatación de que había sido un hombre muy popular para muchísima gente. Pero luego vino el cónclave y eso sí que me pareció más interesante. Mi tío José Carlos, enamorado de Roma, me lo dijo: "Ahí es donde hay que estar". Y me acabó de empujar: como no me mandaban pedí una semana de vacaciones y me fui a la plaza de San Pedro para cubrir el acontecimiento para mi medio y sobre todo para CNN+ y para el periódico Canarias 7 de Las Palmas, que eran los que me financiaban.


Vivir un cónclave es una experiencia extraordinaria que recomiendo a todo periodista, independientemente de sus creencias o de la opinión que tenga de la iglesia y me da muchísima pena perderme este que viene. Te bajas de un avión y te encuentras ante un rito medieval para elegir al jefe de una institución milenaria rodeado de miles de personas sinceramente emocionadas. Se aprende muchísima historia y se conoce a muchísima gente distinta de la que uno trata todos los días, lo cual se agradece. El único problema, desde un punto de vista profesional, es que no hay filtración posible. En el siglo XIII se introdujo la costumbre de encerrar a los cardenales (de ahí la expresión cónclave, bajo llave) porque si no lo hacían estos aprovechaban el viaje a Roma para pasarse años (hasta dos se tiraron) dándose la buena vida de la que no podían disfrutar en sus remotas y  deprimentes diócesis.

Ahí, en la plaz de San Pedro, estuve a punto de dar mi segunda exclusiva mundial (la primera fue la de la invasión del islote de Peregil) con una crónica firmada el día antes de la fumata blanca que se titulaba "Será Ratzinger y se llamará Benedicto XVI". En realidad, saqué el título de lo que en ese momento se apostaba como más probable en una página irlandesa de juego por Internet que se llamaba Paddy o algo así. Pero media hora después, justo antes de enviar el artículo mi rigor periodístico me llevó a consultar la web y resultó que el cardenal nigeriano Arinze había superado por muy poco en los pronósticos al alemán. Así que llamé para que lo cambiaran, pero ante lo voluble del asunto, y como Ratzinger volvía a subir en los pronósticos, alguien decidió retitular con buen juicio "Benedicto XVI es el favorito". Y por unos pocos minutos Canarias 7 y yo nos quedamos sin un titular para la historia.

Cuando se produce una gran noticia corro a comentarla con aquellas personas a quienes creo que puede interesar tanto como a mí y que me pueden dar puntos de vista originales. Hoy me hubiera encantado comentarla con dos amigos pero desgraciadamente no he podido hacerlo con ninguno. Uno estaba de viaje, el escritor colombiano Fernando Vallejo, vecino de barrio aquí en el DF y con quien tengo muy buena relación  hasta el punto que a él y a su compañero David los llamo mis tíos en México. Como sabrán es un crítico furibundo de la Iglesia Católica. No estoy acuerdo en muchas de las cosas que dice -sí por ejemplo en su defensa del control de la natalidad- pero es un placer escuchar sus argumentos, construidos sobre una erudición extraordinaria fruto de muchísimas lecturas. El otro amigo, que estaba muy lejos y casi nunca pilla el teléfono, es Urbano Fernández, de Busto de Bureba, que a sus casi 90 años es, casi seguro, el monaguillo más viejo de España. Urbano es la persona más buena que he conocido y tiene una fe nada fanática, como la de un niño, un don más envidiable aún que todo el saber y el talento de Fernando. Dos conversaciones interesantísimas, pues, que me quedan pendientes.

¿Que qué espero del próximo Papa? Como a estas alturas ya estoy un poco cansado voy a copiar las últimas palabras del artículo que hoy firma en El País Manuel Fraijo, con las que coincido bastante y así me ahorro el trabajo. "No es poco poder el que [Ratzinger] acaba de ejercer: romper con el tabú de que el papa debe morir papa. Benedicto XVI, tan conservador, acaba de hacer un respetable guiño a la modernidad de la Iglesia. No hay que excluir que su gesto ponga en marcha otras reformas necesarias y deseables."

martes, 1 de enero de 2013

Una banda sonora para todo el año


(Para la correcta compresión de este post pinche en el vídeo de arriba y escuche la música mientras lo lee)

Se acabó 2012. A mí me trajo muchas cosas buenas y sobre todo, otro mundo. El trabajo fue durísimo y me sentí solo muchas veces, con mis seres más queridos a 10.000 kilómetros pero también tuve la oportunidad de disfrutar de otra vida en el año más apropiado para alejarse de España. Decía Baudelaire que la felicidad puede estar esperándonos en otros países y yo no estoy de acuerdo, porque la felicidad o infelicidad, que no la alegría o la tristeza, más volubles, son un arreglo con uno mismo y te las llevas dentro así marches al otro lado del mundo. Pero nada es tan refrescante como el aire nuevo y lo sentí desde aquella primera tarde, víspera de Reyes, en que fui a pasear por el Zócalo.

En octubre llegó lo peor, un expediente de regulación de empleo en el periódico que puso en la calle a 129 trabajadores. No publico nada aquí desde entonces: no me apetecía hablar del tema, pero sentí, durante meses, que no podría escribir de otra cosa. No diré que el asunto se haya cerrado, por desgracia las heridas seguirán abiertas mucho tiempo. Pero con un recuerdo cariñoso y solidario para mis compañeros despedidos, miro hacia adelante. Tenemos que levantar el periódico, como siempre porque es nuestro deber, y ahora, además, en homenaje a los que se han ido. Y este blog, tocado y maltrecho, sin olvidar lo pasado, se fija, con convencimiento y con esperanza, en el año que empieza.

Comienzo así con mis queridas matemáticas. Pero pocas cosas puedo decir del numerito este, 2013. Que sea el producto de 61 por 11 y por 3 no es gran cosa, lo sé. Más interesante me resulta que sea el primer año con todas sus cifras distintas desde 1987. Y eso me lleva a una reflexión curiosa que como casi todas mis reflexiones no me lleva a ningún sitio más que a divertirme un rato. En 1987 yo tenía 15 años y solo había vivido tres con alguna cifra repetida, 1977, 1979 y 1981. El resto habían tenido todos las cuatro diferentes. Pero luego han tenido que pasar 26 años para que esa circunstancia banal y sin la menor importancia se repitiera. ¿No les parece peculiar? Me imagino que no, pero a mí sí.

Lo de que termina en 13 y empezó en martes inquietará a los supersticiosos generalistas. Pero no a mí que soy un supersticioso personalizado. O sea, creo que hay cosas que traen mala suerte, pero no los gatos negros o derramar la sal, sino que tengo mis propias manías. Y están avaladas por una autoridad, un sabio muy respetado que me leyó el futuro en Benarés (India) hace dos años y que ha acertado muchas cosas. Pues bueno, el hombre me dijo que casi todos los números me traerían buena suerte pero que evitara los que terminan en 2, así que tengo que alegrarme de que haya concluido 2012. Mi DNI por cierto, acaba en 2 aunque el Gobierno tuvo el detalle hace años de añadirle una letra. Y en México vivo en el número 152 departamento 202. Les aseguro que me lo pensé antes de alquilarlo y cuando me decidí opté por tener siempre flores rojas y amarillas en casa porque esos colores, según el sabio, me son propicios (y además son los de mi país, sin complejos).

La mañana del primero de enero es la más triste del año. Porque es la resaca de la noche más alegre, una madrugada de buenos propósitos, esperanza, cariño familiar, mensajes de amigos y bastante alcohol, esa sustancia que nos anima un rato y luego deja deprimido nuestro sistema nervioso. Por eso alguien inventó el concierto de Año Nuevo, alegres polkas y valses para soñar que el simple cambio de fecha puede arramblar con todo lo malo que hay en el mundo. Doce meses son muy largos y en ciertos momentos escucharemos melodías tristes. Pero aunque la vida desafine a ratos, deseo que esa música que esta mañana unió en la felicidad a millones de personas de todo el mundo suene en nuestros espíritus los próximos 365 días y sea la banda sonora de todo este año que hoy empieza.