lunes, 26 de marzo de 2012

Cien años del abuelo Manolo

El pasado 13 de marzo mi abuelo Manolo habría cumplido cien años. A él le hubiera gustado vivir para verlo, era muy curioso y seguro que se preguntó muchas veces a lo largo de su vida cómo sería el mundo al siglo de su nacimiento. Sin embargo, si es cierto lo que él creyó firmemente durante toda su vida, la existencia del más allá, que la muerte no es final, estará en algún lugar, observando a sus ocho bisnietos –a dos llegó a conocerlos- y maravillado con internet y las nuevas tecnologías, ese mundo que quiso conocer pero como el reconocía ya le pilló demasiado mayor.

Cuando tengo que escribir un artículo sobre un tema del que tengo poca idea me detengo a menudo y no sé cómo seguir. Ahora tampoco sé cómo seguir, pero por lo contrario, porque tengo tan presente a mi abuelo, me evoca tantas cosas y sé tanto sobre él que se me amontonan las ideas y tengo que pararme a ordenarlas para no desviarme una y otra vez sin llegar a ningún sitio. Quiero hacer un post pero me sale un libro. Así que me centraré solo en tres ideas que ya esbocé en el primer párrafo: su fascinación por la longevidad, su curiosidad (la cualidad más envidiable del ser humano) Y su creencia en el más allá. Con eso ya tengo para aburrirlos.

La longevidad era un tema que le encantaba. Quería vivir muchos años, aunque no se había propuesto como meta los cien que celebraríamos estos días. Tampoco hubiera sido improbable: su madre llegó a los 91 y en su familia hubo varios casi centenarios (como su tía Carmen, a quien conocí, que llegó a los 98) mezclados, con una aleatoriedad diabólica, con casos de muertes muy tempranas.

Él era más modesto: esperaba alcanzar el año 2000, al que llegó con 87 años cumplidos y buena salud. Y mantuvo ante los achaques, él que había sido un gran hipocondriaco, una actitud admirable. Al final de su vida, con 92 años y un parkinson muy avanzado me dio un ejemplo asombroso de eso que ahora se llama pensamiento positivo: “Sé que estoy perdiendo la cabeza. Me doy cuenta. Pero fíjate que hasta vivir eso me parece muy interesante”. Creo que ni los libros de autoayuda más ingenuos incluyen una lección como esa.

Suponer que hay otra vida ayuda a tomarte esta con mejor ánimo. Y mi abuelo no es que creyera en ella, es que sabía que existía. El por qué unos creen y otros no me parece uno de los mayores enigmas. No tiene que ver con la educación religiosa: hay quien va a misa y no cree en nada y quien se dice ateo pero intuye que hay algo. Tampoco tiene que ver con la inteligencia ni, por mucho que digan, con su formación científica. Va a ser verdad que la fe es un don. Y salvo que uno sea un fanático, un don que es maravilloso haber recibido.

Su mejor amigo era un gran científico canario, Telesforo Bravo, geólogo y perfectamente agnóstico. Don Telesforo tenía a mi abuelo por el tipo más inteligente que había conocido y se maravillaba por eso de que pudiera creer en algo más de lo que la ciencia evidenciaba. Pero el sentimiento era totalmente recíproco: mi abuelo decía que no había conocido mejor cerebro que el de su amigo y por ello se asombraba de que Telesforo (¡un tipo tan listo!) no creyera en nada. Era imposible que el uno convenciera al otro. Pero creo que mi abuelo tuvo más suerte.

Creía pero no era un beato. Iba a la iglesia los domingos por tradición pero su religión, muy profunda, era más amplia de lo que marca el catecismo. Era a su manera panteísta, creía en un cielo para los hombres y también (¿por qué no, decía?) para “nuestros hermanos los animales”. Y ya en vida decía que había recibido pruebas de ese más allá, como cuando soñó una quiniela y le tocó. Lo malo es que en el sueño su hijo tapaba con la mano los dos últimos resultados y mi abuelo, en vez de jugar todas las combinaciones posibles, eligió la más probable. Y así tuvo solo 12 aciertos en una semana en la que los 14 se pagaban muy bien.

Supongo que en ese más allá, por muy allá que esté, no se le habrá apagado la cualidad que mejor le definía, la CUALIDAD con mayúsculas y el rasgo que mejor caracteriza al hombre feliz, según Bertrand Russell: la curiosidad. Y supongo así que encontrará muy sugestiva la muerte, igual que amó la vida hasta el punto de parecerle interesantísimo el progreso que la enfermedad definitiva iba haciendo en su cuerpo y en su mente.

Esa curiosidad le hacía sabio, y le encantaba compartir esa sabiduría con los demás. Saberes eruditos pero también, y sobre todo, esos pedacitos de conocimiento que esconden en su simplicidad una joya inesperada y que iluminan, por su asombrosa sencillez, el ánimo de quien los descubre y, por empatía, de quien los enseña. ¡Qué alegría me produjo aprender –y a él mostrarme- cómo se quema un papel con una lupa o descubrir que no hay trigo en el mundo para cubrir con un granito, luego dos, luego cuatro, luego ocho… todas las casillas de un tablero de ajedrez!

Hace unas semanas entrevisté a un escritor mexicano que había novelado la supuesta autobiografía de su abuelo, expresidente del país y fundador del partido que lo gobernó durante 70 años. Le pregunté si no temía estar traicionando a su antepasado y él me dijo que no, que había sentido todo el rato su inspiración. Yo le envidié y lamenté que mi abuelo, que tanto hablaba de la otra vida, no se manifestara por esta de vez en cuando.

Días después sufrimos un seísmo respetable, aunque sin graves consecuencias. No es una experiencia agradable pero entre el susto -más por creer que era un mareo- y la inquietud ante las réplicas me sorprendí pensando: "Con que esto era un terremoto fuerte, qué interesante haberlo vivido". Y entonces me di cuenta de que un poco dentro de mí estaba él, con su curiosidad omnívora y que las personas que nos marcaron siguen vivas en nosotros y se despiertan un día para maravillarse por la ira de la naturaleza que hace temblar la tierra y asombrarse de cómo dobla los árboles y las señales de tráfico.

PS: En la foto, junto a mi abuelo, mi abuela Altagracia. No se le hace mucha justicia en este post monográfico pero certifico que también, a su estilo, fue una persona extraordinaria.

lunes, 19 de marzo de 2012

¡Viva la Pepa y viva el ilustre gomero!

Hoy (ya ayer para la mayoría de ustedes) se cumplen 200 años de la Constitución de Cádiz y me imagino que estarán saturados de leer, ver y oír informaciones sobre la primera carta magna que nos dimos los españoles. Espero no aburrirles aún más pero yo también voy a hablar del mismo tema, en concreto de uno de sus protagonistas, Antonio José Ruiz de Padrón, el diputado que las Islas Canarias enviaron a esas cortes constituyentes. Y de propina les voy a contar dos historias que pasaron hace cien años, cuando se celebraba el primer centenario del texto, en la casa donde nació Don Antonio José, que ocupa el número 57 de la calle Real de San Sebastián de la Gomera. ¿Siguen ahí? ¿Preparados para las batallitas? Pues arranco.

Verán, yo desde muy pequeño conozco a Ruiz de Padrón porque esa casa resulta ser la casa de mi familia en La Gomera, donde también nació mi bisabuelo Ventura, mi abuela Altagracia y casi todos sus hermanos, y donde he pasado muchas navidades y muchos meses de septiembre. Sin embargo, durante años este diputado fue para mí una figura oscura, de méritos desconocidos. La culpa la tenía la placa que sigue adornando la fachada, en la que se recuerda que ahí nació en 1757 un "ilustre gomero" (expresión entrañable y gastada en mil bromas en nuestra familia), muerto en 1823, pero de cuya biografía no se contaba nada. He visto a decenas de viajeros pararse a leer el cartel e irse con más dudas de las que traían y también los he visto elucubrar sobre quién sería el personaje. Según unos turistas catalanes, que debían llevar bromeando todo el viaje con el nombre de la isla, se trataría sin duda del inventor del chicle.


Ruiz de Padrón no inventó el chicle. Pero si fue una figura clave en las Cortes de Cádiz. Era clérigo, pero defendió la supresión de la inquisición. Y propuso también que se aboliera la esclavitud. Las actas de todas sus intervenciones en las cortes las recopiló mi hermana Dácil cuando trabajó en el Congreso y regaló un ejemplar a mi madre y otro a cada uno de sus hermanos. Además, el ilustre gomero tuvo una vida muy interesante que tuvo un capítulo novelesco y trascendental. Sucedió que al cruzar el Atlántico para visitar Cuba en 1785 una tormenta hizo naufragar su barco y acabó en Pensilvania. Y ya que estaba allí aprovechó para pasar una temporada en los Estados Unidos, donde conoció a Washington, fue contertulio de Benjamin Franklin y se empapó de las ideas ilustradas que habían alumbrado aquel país que cumplía entonces ocho años.

Franklin es el protagonista de una de las dos historias que sucedieron hace cien años en esa casa donde paso las Navidades. Cuando en 1912 se iba a celebrar, supongo que la misma pompa que ahora, el primer centenario de la Constitución le pidieron a mi bisabuelo don Ventura desde el comité organizador de los festejos que les prestara unas cartas que el político estadounidense había enviado a Ruiz de Padrón y que mi familia guardaba. Mi bisabuelo, que era un buenazo (y se parecía mucho a mí, según mi madre, lo cual no quiere decir que yo tambien lo sea), las envió a Cádiz... pero las cartas nunca regresaron. No hay nada que reclamar, nuestra propiedad prescribió hace mucho y pensándolo bien es preferible que estén en un museo a que las tenga un particular. Lo único que me molestaría es que alguien hubiera hecho negocios con ellas.

El protagonista de la otra historia que ahora cumple cien años fue la persona que me contó la anécdota de las cartas. En esa casa donde había nacido Ruiz de Padrón, y desde donde don Ventura enviaba a Cádiz los originales de los textos de Franklin, se celebraba hace ahora un siglo el bautizo de un niño, nacido en la misma calle apenas tres manzanas más allá. El padrino era mi bisabuelo y le había prestado al pequeño para la ceremonia las mismas ropas con las que el año anterior había bautizado a su hija menor. Esa niña era mi abuela y el bebé, su vecino, a quien ella miraría con la curiosidad de sus ocho meses de vida, se acabaría convirtiendo con el tiempo en su marido. Sí, el 13 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de mi abuelo Manolo y le debo un post pero tengo tantas cosas que contar que cuando me pongo me sale una tesis. Espero que cuando lo acabe -esta semana seguro- entiendan por qué me está costando tanto.

martes, 6 de marzo de 2012

Mi amigo el colibrí

Aquí sigo, en México DF, abriendo mucho los ojos para no perderme nada. Me prodigo poco en el blog pero mi excusa es que tengo que escribir para el periódico (o para la web que es lo mismo): la última ha sido una entrevista a un personaje curioso: Alfredo Elías Calles, nieto de Plutarco Elías Calles, líder de la revolución mexicana y contructor de las instituciones del país.

Don Plutarco es un personaje controvertido: unos lo ven como el héroe que dio estabilidad política a México durante 70 años y otros como un tipo con demasiado apego al poder que creó una dictadura de partido. Pues bien, Alfredo ha escrito la vida de su abuelo, según dice inspirada por él, a modo de autobiografía desde el más allá. Si quieren saber más del asunto pueden leer aquí el artículo, y si les interesa mucho, mucho, el libro directamente. Yo he aprendido mucha historia leyéndolo, aunque hay que recordar que es el testimonio parcial de un nieto que defiende a su abuelo.

Pero hoy vamos a hablar de otra cosa: de un personaje al que he tomado mucho cariño en poco tiempo. Verán, aunque estoy viviendo una oportunidad estupenda, conociendo un nuevo país, a gente interesante y todas esas cosas no les voy a negar que a ratos me siento un poco solo. Sólo un poco, pero lo justo para echar de menos a tantos seres queridos como tengo al otro lado del Atlántico. Por eso agradezco tanto las llamadas y los mensajes y por eso estaré muy feliz de recibir visitas cuando se produzcan.

Y fíjate que una visita inesperada, pero sumamente grata, es la que hace casi a diario a mis ventanas -del salón a la cocina, dando vueltas a la casa- un pequeño colibrí de plumas muy brillantes. Aparece a cualquier hora, revolotea un poco alrededor del edificio y desparece. No sé si es macho o hembra, ni sé como saberlo, ni siquiera sé si los colibríes tienen sexo o género, o como se diga ahora, aunque supongo que sí. Tampoco le he puesto nombre. Pero sí sé que espero su llegada con cierta ilusión y que me gusta que acompañe durante el desayuno, tanto como me gustaba irme de paseo con el perro Kukín.



Alguno supondrá que se me ha ido la mano con el tequila, pero no. Estoy tomando cierta afición a esa bebida -que por cierto se bebe de pequeños sorbos y no de trago- pero no como para andar ya delirando. Quizá en Madrid, con tanto trabajo, llamadas, vida social, más llamadas, más trabajo, más vida social, no había tenido tiempo o serenidad para fijarme en minucias como esta, en un pajarito que frecuenta una ventana. De hecho, cuando veía uno me acordaba de que, como presidente de la comunidad, tenía una llamada pendiente a una empresa para fumigar a las palomas.

A este espero que no lo fumigue nadie. Es tímido. Intento que se acerque más pero no se decide. Los primeros días le dejé trocitos de pan pero luego comprendí que no le cabían por la trompa esa que tiene. Luego mi amiga Ángela me sugirió desde Colombia que le pusiera agua con azúcar, que por lo visto les encanta. Tampoco bebió, pero a cambio se me llenó la ventana de hormigas.

Creo que la siguiente estrategia para intentar que se aproxime más será ponerle música clásica. Alguno pensará que con todas la cosas que tengo que hacer por aquí semejante distracción es una pérdida de tiempo. Pero cada vez pienso más que perder el tiempo es precisamente lo que hacemos cuando no aprovechamos los momentos como este. Los ratos en los que serenamente disfrutamos con la compañía de un buen amigo.