miércoles, 23 de junio de 2010

El partido imposible de Isner y Manhut


Hace tiempo que no me gusta el tenis. Pero hoy he vuelto a vibrar con un partido: el que han disputado el estadounidense Isner y el francés Manhut en Wimbledon. No por el juego, que ha debido ser un coñazo a base de saques directos, sino por la emoción: después de dos días han tenido que volver a suspender el partido con 59-59 en el marcador del quinto set -en el que no hay tie-break. De hecho no he visto el partido, simplemente lo he seguido por internet en los divertidísimos comentarios de la BBC y de otras webs británicas que me han convencido de que este formato tiene futuro: como complemento a la retransmisión televisada o, si se hace bien, incluso sustituyéndola.

Quizá pronto se descubra que todo estaba amañado o que, como decía un lector en el Twitter de BBC, los dos jugadores querían jugar ante la Reina, que visita mañana el club. Pero por lo que me cuentan algunos amigos que sí lo han visto el partido no parecía un tongo. El interés que ha despertado este maratón tenístico ha sido tan grande que ha disputado el protagonismo deportivo de la tarde al Mundial. McEnroe, boquiabierto, ha dicho que "nunca hemos visto nada igual y nunca lo veremos".

¿Nunca volveremos a verlo? Quizá sí. El saque en el tenis se ha convertido en un factor decisivo y, sobre todos en superficies rápidas como Wimbledon, cuando se enfrentan dos buenos peloteros pueden transcurrir horas sin que ninguno le rompa el servicio al otro. De hecho ambos jugadores han hecho casi 100 aces -saques directos- cada uno en lo que llevamos de partido. La ventaja del jugador que saca forma parte de un conjunto más amplio de variables que constituyen lo que podríamos denominar factor humano. Porque si el tenis fuera puramente un juego de azar lo que ha sucedido hoy no habría ocurrido nunca jamás. Saquemos cuentas para justificar esta afirmación.

Supongamos que el tenis fuera un deporte de pura suerte, en el que los juegos se decidieran a cara o cruz. Situémonos en el tramo final de un partido entre dos hipotéticos jugadores, A y B, con un empate a dos sets y 5-5 en la quinta y definitiva manga. Uno de los dos, A o B -pongamos A- ganará el undécimo juego, situando así el marcador en 6-5. ¿Qué panorama nos encontramos entonces? Pues que hay un 50% de posibilidades de que el encuentro termine en el siguiente juego con otra victoria de A y un 50% de que haya otra vez empate, si gana el juego B.

¿Me siguen? Según este razonamiento, si el tenis fuera puro azar, y partiendo del 5-5, la probabilidad de que A y B vuelvan a empatar a seis es 1/2. Una probabilidad entre dos. Ahora supongamos que efectivamente vuelve a haber igualdad. ¿Qué probabilidad hay de que los dos tenistas vuelvan a empatar a siete? De nuevo 1/2. A o B, da igual, ganará el decimotercer juego y el otro tendrá 1/2 de probabilidades de igualar el partido. Sin embargo, la probabilidad de llegar al 7-7 desde el 5-5 no es ya 1/2: es en realidad, 1/2 (la probabilidad de empatar a seis) x 1/2 (la probabilidad de empatar a siete una vez que se ha empatado a seis), es decir, 1/4. Por ambos sucesos son lo que se llaman condicionados: el empate a siete sólo puede llegar si antes ha habido un empate a seis.

Espero que al menos aquellos que estudiaron ciencias no se hayan perdido. Porque aún queda un poquito. Si se llega al empate a siete, la probabilidad de llegar al empate a ocho es otra vez 1/2. Pero desde el 5-5, será 1/8, esto es 1/2 x 1/2 x 1/2. Dicho de otra forma: partiendo del 5-5 en partidos en los que los juegos se jugaran a cara o cruz sólo un de cada ocho encuentros llegarán al 8-8. ¿Y la probabilidad de empatar a nueve? Partiendo del 8-8 es también 1/2 pero desde el 5-5 que arrancamos el experimento, sería 1/2 x 1/2 x 1/2 x 1/2: 1/16. En realidad, cada vez que se iguala el partido hay un 50% de posibilidades de que vuelva a haber otro empate, así que si desde el 5-5 al 59-59 ha habido 54 empates, la probabilidad de que por el puro azar de una moneda se llegara a ese resultado sería de 1/2 elevado a 54.

¿Es muy grande ese número? Pues hombre, es una posibilidad entre 16.000 billones. Si consideramos que la Tierra se formó hace 5.000 millones de años digamos que desde entonces han transcurrido unos 2.500 billones de minutos. Así que si hubiéramos jugado a golpe de moneda y desde ese 5-5 un partido cada diez segundos desde que se formó nuestro planeta probablemente uno de los encuentros habría llegado a dicho resultado. ¿Le parece exagerado? Las potencias de dos engañan mucho: estamos haciendo exactamente la misma cuenta que el Rey que prometió al inventor del ajedrez un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera... y que no encontró cereal en el mundo para cumplir su promesa.

El partido no ha concluido. Prometo actualizar este post cuando haya un resultado definitivo con la probabilidad de que éste se hubiera producido por puro azar. 2 elevado a 54 es un número muy grande, pero aún los hay mayores. 10 elevado a 79 (que es inconcebiblemente muchísimo más) es el número de átomos del universo. Y aún más es 10 elevado a 100, el gúgol que da nombre al buscador más popular y el número más alto con nombre propio que conozco, aunque sin interés científico alguno. Así que aunque sigan jugando semanas, incluso siglos, siempre habrá números para medir su gesta. Les mantengo informados.

Foto: StuSeeger

sábado, 5 de junio de 2010

Himnos y selecciones nacionales

Se acerca el Mundial, así que en pocos días nos vamos a hinchar de oír himnos nacionales. Muchas de estas melodías nacieron para enardecer a los soldados en la batalla -véase los violentas que son algunas letras, como la de la sobrevaloradísima La Marsellesa- y ahora casi sólo se escuchan en ese sucedáneo incruento de la guerra que es el deporte: al comenzar los partidos de fútbol o al concluir las carreras de coches o motos. Salvo que sea un entusiasta de los desfiles militares estoy seguro de que las últimas 30 veces que ha oído la Marcha Real había una pelota, una moto o una bici por en medio.

Reconozco que me encanta el momento de los himnos previo a los partidos, ya he confesado en otras ocasiones que soy un hortera sentimental sin complejos y no tengo por qué dar más explicaciones. De hecho me he sentido estafado cuando alguna televisión, para ahorrar tiempo de emisión o meter publicidad los ha suprimido impunemente: es como quitar los títulos de crédito de la película a un cinéfilo -algo que también hacen. Aparte del componente sentimentaloide, algunas melodías, como las de Italia, Rusia, Alemania o Reino Unido me parecen particularmente hermosas. El himno francés también, pero ya conté en otra ocasión por qué le tengo manía. El español, reconozcámoslo, es un poco patatero, pero no vamos a renegar de él por eso, que sería como renunciar a nuestra madre si fuera fea. Además, varios cuentan con el aval de ser obra de compositores célebres, como el citado de Alemania -de Haydn- o el de Austria, que lógicamente fue compuesto por Mozart.

La interpretación de los himnos puede parecernos un anacronismo, una horterada o las dos cosas juntas, pero no siempre es una mera formalidad carente de valor para el espectador curioso. Me resulta por ejemplo muy interesante observar la actitud de los jugadores, unos emocionados, otros más bien indiferentes y mascando chicles; comprobar quiénes cantan y quienes no y, desde que se han instalado micrófonos cerca, quiénes lo hacen bien y quiénes lo hacen fatal. Estos momentos patrióticos han generado en ocasiones noticias que se recordarán cuando ya todo el mundo haya olvidado el resultado del partido, como la enorme pitada al himno argentino en la final del Mundial del 90 después de que Maradona pidiera a los italianos del sur que renegaran de su país y apoyaran a la selección sudamericana -por si no se acuerdan, arriba incluyo el vídeo, lean los labios del Pelusa. También fue inolvidable la interpretación del himno de Riego en vez del oficial en una Copa Davis en Australia, ante el estupor de los tenistas españoles -que por supuesto no habían escuchado nunca el himno de la República- y la bronca en la final de Copa del Rey de 2009 que acabó con varias dimisiones en Televisión Española.

Mis compañeros de especiales de ELPAÍS.com han tenido la original idea de incluir en el dossier sobre el Mundial de Suráfrica audios con todos los himnos de las selecciones participantes tal y como se escuchan en el estadio. Tras un repaso rápido concluyo que los que mejor cantan en masa son los holandeses -aunque su himno, Wilhemus, el más antiguo del mundo y dedicado a Guillermo de Orange sea un alegato contra los españoles- y los que más desafinan son los ingleses, quizá por el calentamiento previo que hacen en las cervecerías de los alrededores del estadio.

Más allá de estas músicas patrióticas, el otro día debatía conmigo mismo si el hecho de organizar un Mundial de fútbol por países no sería en sí mismo un anacronismo. Pero es que no se me ocurre otra solución. Partimos de que el deporte es competición y para competir en este caso en fútbol hay que organizarse en equipos que representen a un colectivo determinado. O sea, que no tendría sentido organizar un Mundial con equipos de jugadores formados al azar, sin mayor conexión entre ellos, porque no representarían a nadie. Para enfrentarse por clubes ya existen otras competiciones así que el criterio debería ser otro, por ejemplo por religiones, por nivel de estudios o por ideología política, pero me temo que en ambos casos sería peor que lo que tenemos. Otra idea bizarra sería que compitieran por profesiones: carpinteros contra proxenetas, por ejemplo. ¿Y qué tal por color de pelo o tono de piel? Quizá lo menos estrambótico sería encuadrarse por idiomas maternos, pero tampoco me convence. En las fiestas de pueblo son habituales los partidos de solteros contra casados y de gordos contra flacos pero después de darle muchas vueltas me temo que no hay alternativa a la idea de organizar los Mundiales por estados nacionales. ¿Se les ocurre alguna?