sábado, 1 de septiembre de 2012

Colibrito se pone las botas


Mi buena amiga Elena León -lectora de Puesfijate en los tiempos en que se actualizaba como dios manda- dice siempre que para ella el año empieza en septiembre. Que ése es el momento para hacer balance, buenos propósitos y tomar decisiones. A lo mejor lo piensa porque ha sido estudiante hasta hace poco (¿o lo sigue siendo?) y es verdad que cuando éramos alumnos la fecha clave era el inicio del curso. Da igual, la cosa es que le he hecho caso y después de siete meses de trabajo muy duro para arrancar nuestro proyecto mexicano he tomado este 1 de septiembre como referencia para cambiar algunas cosas. Una, hacer deporte. Dos, salvo obligación profesional, escribir las cosas que me apetezcan. Tres, retomar este blog. Cuatro, tocar más el piano (me compré uno eléctrico en España y pretendo retomar las clases con mi querido Óscar, por Skype). Cinco, ser mejor persona, que el mundo está muy necesitado de bondad. Y seguro que hay más cosas, pero ahora no me acuerdo.

Así que hoy tocaba volver a escribir aquí. Pero después de dos meses y medio de inactividad tengo miedo a las agujetas y escribiré algo sencillito. Un post para contarles como va una historia de la que les hablé hace unos meses: mi relación con el colibrí (bautizado como Colibrito, aunque no sé si es macho o hembra, no tengo tanta vista) que da vueltas y vueltas alrededor de mi piso en el DF. Pues bueno, les cuento que nuestra amistad ha dado un paso más. Que ahora no nos limitamos a mirarnos. Que me visita varias con frecuencia y que he logrado que la ventana de mi cocina se convierta en uno de sus lugares favoritos. Y que, aunque les resulte un poco pueril, me hace bastante compañía.

Yo empecé el acercamiento. La Condesa, el barrio donde vivo, sede de las escuelas caninas de las que les hablé, ama a los animales. Y en sus tiendas para mascotas encontré un artefacto insólito: un bebedero para colibríes. Lo compré, bastante escéptico, junto a una botella de un néctar que supuestamente les encanta a estos pajaritos. Al principio no venía. Comprobé que el néctar estaba caducado hacía un mes -¿sería tan exquisito el condenado?- le compré otro envase... y finalmente, una mañana, lo sorprendí bebiendo del pesebre colgante ese. Desde entonces no ha hecho más que coger confianza. Viene a cualquier hora batiendo las alas como un helicóptero (hay que verlo al natural, los fotogramas de vídeo no captan la velocidad), mete el piquillo por el agujero y ¡venga a ponerse las botas! Si me muevo, sale volando, pero cada vez se asusta menos. Hasta lo veo más gordo.
Un amigo, que me debe ver un poco solo, me preguntó ayer que por qué no me compraba un gato. ¡Pero qué tendrá el colibrí que envidiar a otras mascotas! No araña. No mancha. No hace caca dentro de casa. No hace ruido. No me da alergia su pelo. No es previsible: uno más o menos sabe dónde está su gato o su perro, encima del sofá, debajo de la cama. Lo llamas y viene. Pero yo no sé nunca cuándo va a aparecer el colibrí. A veces pasan dos o tres días y no lo veo. Y me preocupo. De pronto me olvido. Estoy preparándome el café de la mañana y entre legañas lo veo llegar. Y aunque suene muy infantil, esa alegría inesperada que trae en su vuelo me deja sonriente un rato.


1 comentario:

marina dijo...

Volverte a leer. Y saber que se están haciendo amigos. Que el tiempo, junto con el café, también nos da esa alegría inesperada.