El 26 de febrero de 1976, tenía yo tres años, es el primer día con fecha exacta del que tengo recuerdo. Es una foto. Estoy con mi abuelo Manolo en la terraza de nuestra casa de Tenerife y hay una tormenta en el cielo. Un fenómeno rarísimo en Santa Cruz. Pero no recuerdo aquel día por la tormenta, si no por un suceso mucho más relevante: mi madre estaba a punto de dar a luz. Al día siguiente, el 27, nació mi hermana Beatriz. De ese día tengo dos fotos: con mi padre y mi hermana Dácil de la mano por la rambla camino de la clínica y de mi madre tumbada de lado en una cama del hospital. No me queda, en cambio, ninguna del nuevo integrante de la familia. No importa. Bastante tiempo he tenido después para conocer y tratar a mi hermana. Yo era un niño gordo hasta aquel día y desde entonces empecé a cambiar y me convertí en lo que soy ahora: un piltrafilla. Muchas veces he oído el mismo diagnóstico para semejante cambio de metabolismo: celos. Sin embargo no recuerdo en absoluto haberlos sentido, y creo que es de esas cosas que no se olvidan. Tuvimos, eso sí, altibajos en nuestra relación: pasé de superprotegerla a martirizarla. Hasta que ella aprendió a defenderse con una dosis, pequeña pero cierta, de mala leche, de la que me temo soy culpable.
Luego me fui de Tenerife y empecé a verla con menos frecuencia. Así que notaba con más intensidad como cambiaba. Para empezar dejó de ser la gorda. De hecho pasó a estar bastante delgada. Mis amigos empezaron a decirme -y me dicen- que qué hermana más guapa tenía. Pero eso no era lo más sorprendente. Lo curioso es que aquella pequeñaja zurda a la que tratraba con paternalismo filial era en realidad un tía muy inteligente y lo que es más importante, muy ingeniosa. Descubrir que me reía con ella tanto como con Dácil, que ya es decir, fue un hallazgo. Y más aún darme cuenta de que había heredado de mi madre lo único que yo no heredé, la capacidad de escuchar, y que podía convertirla en confidente de mis delirios.
33 años después de aquella tormenta y después de cuatro de convivencia en 40 metros cuadrados que concluyeron con la reforma de mi casa, tengo que decir que además de una hermana tengo en ella a una amiga inmejorable. Quizá a la primera persona a la que le contaría un problema gravísimo. Porque es la que más se parece a mí: nos gusta la misma música de petardeo, las mismas películas e incluso la afición perversa por el karaoke. Incluso cuando he ligado con alguna amiga de Bea creo que el mérito ha sido suyo: porque al conocerme me han atribuido inmediatamente las mismas cualidades de bondad, inteligencia, ingenio y sentido del humor que veían en ella. Y eso significaba sumar muchos puntos de golpe.
Bueno, gorda. Que cumplas muchos más. Esta noche lo celebramos como sabemos: en el karaoke. Gafapastos y culturetas abstenerse.


