lunes, 8 de febrero de 2010

Un cementerio que nos dé vida

El viernes se hizo pública la lista de los ocho pueblos que se postulan para albergar el almacén donde se guarden la basura radioactiva de toda España. Antes, durante semanas, se habían publicado múltiples reportajes sobre la peligrosidad o no de los residuos, sobre la división que las candidaturas ha generado en las propias localidades, dentro de los partidos y entre administraciones públicas o sobre la pertinencia de apostar por esta energía.

Yo he echado en falta -quizá se ha publicado, yo no lo he leído- uno que ponga el foco en una cuestión previa: ¿Cómo estarán nuestros pueblos para que muchos vean en estos cementerios la única perspectiva de futuro posible? Porque los expertos pueden darnos múltiples pruebas de que la gestión de residuos es segura pero como no lo pueden garantizar totalmente sus habitantes vivirán con la duda de si han comprometido su salud por salvar la de su municipio. Además, el estigma está garantizado. Igual que algunos pueblos se apellidaron del caudillo o de Franco durante la dictadura a este le iba a caer la coletilla "el del cementerio nuclear". Y aunque recuperaran la prosperidad se convertirían en los vecinos más incómodos de la comarca. Como me decía el otro día mi buen amigo Seve, alcalde de Busto de Bureba: "El grupo municipal que decida presentarse sabe que en muchos kilómetros a la redonda nadie les va a dirigir la palabra".

No voy a poder hacer el reportaje, aunque el escritor Julio Llamazares, a quien llamé precisamente para proponérselo, me animó a hacerlo. No tengo tiempo material. Pero les voy a contar cuatro datos para que ustedes, que quizá han vivido todo la vida en la ciudad y desconocen el estado de los pueblos del interior de España, se hagan una idea de qué lleva a una localidad de éstas a presentarse candidato a no se sabe muy bien qué. Hablemos de algunos de los pueblos que se postulan y empecemos por Albalá (Cáceres), que en 1960 tenía 3.616 habitantes, según el INE y en 1996 sólo 890. O sea, la cuarta parte. Seguiremos por Villar de Cañas (Cuenca) que en 1900 tenía 1.200 habitantes y ahora 457. Y concluiremos con Torrubia de Soria, cuyos 79 habitantes se reparten a razón de 1,5 por kilómetro cuadrado, más o menos como el Sáhara Occidental o Mongolia. En estas condiciones, como dice Santiago Baeza, alcalde de Santervás de Campos (Valladolid), otra de las candidatas: "No hay mucho más donde elegir. Nuestros pueblos se deshabitan, nuestros pueblos están cayendo en picado, nuestra gente se hace cada vez más mayor y la agricultura y la ganadería no dan más de sí".

Hace poco leí un estupendo reportaje que hizo una revista especializada en furgonetas sobre José María Busto, Motil, propietario de la tienda de Busto de Bureba. Motil, que con más de 70 años sigue al pie del cañón vendiendo en otras localidades y manteniendo abierta una tienda deficitaria que más que un negocio es un servicio público, se quejaba de cómo se morían los pueblos. Hace 20 años había otra tienda que le hacía la competencia, una escuela abierta, dos panaderías, dos carpinterías, varias tabernas.. Hoy apenas quedan negocios en el pueblo y la jubilación de sus propietarios marcará seguramente su cierre. El bar está subvencionado y los dos o tres niños que hay van al colegio a la capital de la comarca.

Siempre me ha sorprendido que cuando el CIS pregunta a los españoles por los problemas del país nadie señale el despoblamiento rural. No es una cuestión romántica. Es un drama humano -por la gente que se ve forzada a abandonar sus tierras-, ecológico -mientas el centro se vacía Madrid y la costa se saturan- y cultural -una cultura centenaria que desaparece ante nuestros ojos. Además es un drama específicamente español, que no pasa en otros países europeos. Y que explica que para sobrevivir algunos elijan convertirse en vertedero de lo que sea y unos parias a cientos de kilómetros a la redonda.

Foto: Svale (Flickr)

1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé si seremos el único país en el que los pueblos se vacían; lo que sí sé es que la Península es un puro y duro contraste entre las costas de clima suave y tan agradable para vivir y la aspereza de la meseta "con nueve meses de invierno y tres de infierno" donde hay que hacerse un poco piedra para sobrevivir. Pero ¡quién sabe! a lo mejor uno de estos pueblos inmigrantes que con tanta frecuencia vienen a quedarse, acaba por instalarse en esos pueblos castellanos y hacen morada en él. Y la iglesis de Busto sería una mezquita dentro de cien años.